jueves, 31 de enero de 2013

LA MADRE INEXISTENTE, María Dolores Fernández


LA MADRE INEXISTENTE

   Estoy escribiendo desde el ordenador de mi hijo, desde su habitación, rodeada de todas sus cosas, sus discos, sus libros, su ropa y su recuerdo..., prácticamente estoy sentada junto a él. Sin embargo ya no existo como madre, porque va a hacer tres años que mi hijo (Gerardo) desapareció de este mundo y en ese momento yo dejé de ser madre y ahora sólo soy una mujer.

MARÍA DOLORES FERNÁNDEZ, BABELIA, 27 de abril de 2002, página 11.

miércoles, 30 de enero de 2013

LA PRIMERA VEZ, Montero González


LA PRIMERA VEZ

   Fue verlo entrar y empezaron con las señales de una esquina a otra de la barra. Traía en la mirada la timidez del principiante, el escalofrío del que está a punto de descubrir el sabor de la primera carne.
   La rubia, que se hacía llamar Caty, saltó la primera, provocándole con una de sus manos, cerca del bulto.
   Con la otra sostenía el cigarrillo:
   —¿Qué, de estreno?
   Él se fijó en la boquilla manchada por el carmín, en las uñas postizas, en los disparos de humo directos hacia la luz de color. Estuvo a punto de decir algo, pero el nudo en el gaznate le impidió articular palabra. Es cuando la mano de Caty se precipita a la cremallera, con viejo oficio, y pone los ojos en blanco, parpadeando, dando a entender a las demás lo que el joven cargaba.
   —¿Cuánto años tienes, guapo? —le vino desde atrás aquella a la que llamaban Carla; pelo de mechas, ojos y labios recién pintados igual a una vampira del cine de terror, pero con medias de rejilla y un abrigo de pieles, a la manera de capa. Viene dispuesta a chuparle. Pero el joven hace un aspaviento, manifestando que poco o nada quiere de ella. Ni de ninguna. Es cuando se recompone, toma aire, va y suelta:
   —Me llamo Pedro y vine aquí a conocer a mi madre, pues me dijeron que aquí trabaja.


MONTERO GONZÁLEZ, Polvo en los labios, Lengua de Trapo, Madrid, Madrid, 2012, p. 51.

martes, 29 de enero de 2013

[LOS QUE MATAN A UNA MUJER...], Ramón Gómez de la Serna & César Fernández Arias




Los que matan a una mujer y después se suicidan debían variar el sistema: suicidarse antes y matarla después.


RAMÓN GÓMEZ DE LA SERNA & CÉSAR FERNÁNDEZ ARIAS, 100 Greguerías ilustradasMedia Vaca, Valencia, 1999.

lunes, 28 de enero de 2013

COLUMPIOS, Isaac del Vando-Villar


COLUMPIOS

La niña alargaba sus pies
para tocar con ellos las estrellas
pero su cabecita se encogía
para no tropezar con el Arco Iris.

¡Hay un momento en que la niña
se ha detenido en el espacio
para besar a Venus!.

¿Qué mano misteriosa bambolea
los columpios colgantes de los niños?.

Allá lejos la tarde,
se está vistiendo de etiqueta,
para el gran cotillón de la noche.

ISAAC DEL VANDO-VILLAR, La sombrilla japonesa, Tableros, Madrid, 1924.

Ilustración: Jorge Seguí

domingo, 27 de enero de 2013

LA RANA, Jorge Timossi


LA RANA

   Había una vez una rana que comenzó a dar grandes saltos en la orilla de su estanque, croando sin cesar: "Fukuyama, éste es el fin de la historia", "Fukuyama, éste es el fin de la historia", hasta que con un último impulso espectacular se zambulló para siempre en el agua, singular comportamiento ante el cual un sapo comentó que una de las mejores máximas de Herodoto era aquella que enseñaba que la vida siempre termina por darnos la razón, y un coro de libélulas y mosconcitos cantó, en honor del batracio difunto, el consabido colorín, colorado, este cuento todavía no se ha acabado.

JORGE TIMOSSI, Cuentecillos y otras alteraciones, Ediciones de la Torre, 1997, p. 55.

sábado, 26 de enero de 2013

[ALGUIEN QUE NO SOY YO...], Alí Calderón


Alguien que no soy yo
y en todo idéntico es a mí mismo
ronda mis pasos y me sigue.
Otro es el que enuncia mis palabras
y rubrica mis actos
mi memoria es recordada por otro
otro es quien tras mi ojo atisba.
Alguien de quien soy alternativa
me acecha en el espejo
y calca uno a uno
aún los más imperceptibles rictus.
A semejanza y preciso reflejo
no soy yo sino del otro imagen.

ALÍ CALDERÓN

Fotografía: Óscar Muñoz

viernes, 25 de enero de 2013

ENVEJECER JUNTOS, Nuria Amat & Emily Dickenson


ENVEJECER JUNTOS

Sobrevivimos al amor, como a tantas
       cosas,
al ponerlo en un cajón
como un vestido de gran marca,
hasta que envejece.


NURIA AMAT, Amor infiel. Emily Dickenson por Nuria Amat, Losada, Madrid, p. 16.

jueves, 24 de enero de 2013

INTIMIDAD CON EL MUÑECO, Patricia Esteban Erlés




INTIMIDAD CON EL MUÑECO
  
   Jugamos. Yo le arranco sus ojos azules y los coloco en la palma de mi mano, como si fueran canicas. Él me cuenta que ve.


Ilustración: Fernando Millán

 

miércoles, 23 de enero de 2013

[ÁLEGRATE...], Enrique Anderson Imbert & Archimboldo


 —Alégrate. Tu deseo ha sido otorgado. Escribirás los mejores cuentos del mundo.
   Eso sí: nadie los leerá.

ENRIQUE ANDERSON IMBERT, El gato de Cheshire, Losada, 1965.

martes, 22 de enero de 2013

[DEBIDO A SU ETERNA LEJANÍA...], Peter Handke





"Debido a su eterna lejanía he logrado una vida tan elevada, un impulso tan espiritual, del que, de otro modo, no habría sabido nada": esto le decía una mujer a su marido, pero también podría decírselo un hombre a Dios
 
PETER HANDKE, Fantasías de la repetición, Las Tres Sorores, Zaragoza, 2000, p. 28.

lunes, 21 de enero de 2013

MEZQUINDAD, Jorge Timossi



MEZQUINDAD

   Nemesio era un hombre tan mezquino que cuando decidió suicidarse lo hizo colgando sus escasos sentimientos de la rama más baja de un bonsai.


JORGE TIMOSSI, Cuentecillos y otras alteraciones, Ediciones de la Torre, 1997, 78 p. 33.

domingo, 20 de enero de 2013

[HABÍAS CREÍDO QUE LA FELICIDAD...], José María Merino

   Habías creído que la felicidad solo se compone de cosas buenas, bellas, perfectas, magníficas, qué imbécil; habías creído en una felicidad de cuento de hadas o de estúpida comedia televisiva, en una felicidad pueril, a la medida de las mentes simples, de las inteligencias incapaces de comprender la contradictoria complejidad de la realidad; pues la felicidad verdadera está hecha de una mezcla de elementos entre los que predomina lo grato, pero sin que se pueda excluir en ningún caso lo desagradable, e incluso lo doloroso, y además para mantenerla hay que esforzarse, imbécil, hay que esforzarse continuamente, hay que sacrificarse.
   Nada bueno es gratis, y menos la felicidad, imbécil.

JOSÉ MARÍA MERINO, El río del Edén, Alfagura, Madrid, 2012, p. 208.

sábado, 19 de enero de 2013

UN CUENTO CHINO, Xuan Bello



UN CUENTO CHINO
        
   Pei, el hijo del cestero, vivía en los alrededores del monasterio budista. Desde muy pequeño aprendió a mirar con respeto el paso de los hombres santos y a dibujar, en la tierra, signos que solo él y las golondrinas sabían descifrar. Esto hizo que con el tiempo se convirtiese en un hombre soñador, decidido a cruzar las puertas del misterio. No había cumplido catorce años cuando escuchó que en el interior del monasterio, donde nunca había entrado nadie que no estuviese consagrado, había un jardín inmenso de flores muy raras y en el centro del jardín un estanque. Pensó muchos días en el jardín y en el estanque y una noche decidió que iba a conocer todo aquello. Se acercó silencioso a los muros del monasterio, trepó por ellos y saltó al interior. Efectivamente allí había un jardín maravilloso donde cualquiera podría perderse. Atravesó setos que nunca había visto, olió rosas que exhalaban un aroma de allá lejos. Todo era distancia y delectación. Cuando ya llevaba una hora andada y el silencio le crecía en el alma, descubrió la orilla del estanque. Era realmente un paisaje singular. Sorprendido, vio cómo la luna se reflejaba en la superficie: nunca había visto nada tan blanco, tan desnudo y perturbador. Cogió del suelo una piedra, apuntó y dio en la diana. La luna se deshizo en ondas y aquel temblor le quedó para siempre en el corazón.
  
 XUAN BELLO, La nieve y otros complementos circunstanciales, Xordica, Zaragoza, 2012, p. 12.

viernes, 18 de enero de 2013

SOBRE LOS DOLORES FANTASMAS DEL RELOJ DE CUCO, Herta Müller



SOBRE LOS DOLORES FANTASMAS DEL RELOJ DE CUCO  

   Una noche del verano del segundo año vimos colgado de la pared, encima del cubo de hojalata del agua potable, justo al lado de la puerta, un reloj de cuco. No conseguimos averiguar cómo había llegado hasta allí. Así que pertenecía al barracón y al clavo del que pendía, a nadie más. Pero nos molestaba a todos y a cada uno de nosotros. En la tarde vacía se oía el tictac, ya fueses, vinieses, durmieses en tu cama o te limitases a permanecer tumbado, enfrascado en ti mismo o esperando porque estabas demasiado hambriento para quedarte dormido y demasiado débil para levantarte. Pero la espera no traía nada, salvo el tictac en la úvula, duplicado por el tictac del reloj.
   Para qué necesitábamos allí un reloj de cuco. Para medir el tiempo, no nos hacía falta. No teníamos nada que medir: por las mañanas, el himno que sonaba por el altavoz del patio nos despertaba, y por la noche, nos mandaba a la cama. Siempre que nos necesitaban iban a buscarnos y nos sacaban del patio, de la cantina, del sueño. Las sirenas de la fábrica eran un reloj, al igual que la nube blanca de la torre de refrigeración y las campanitas de las baterías de coque.
   Seguramente el reloj de cuco lo había traído Kowatsch Anton, el tamborilero. A pesar de que juraba que no tenía nada que ver con el asunto, le daba cuerda a diario. Si está colgado debe de funcionar, aducía.
   Era un reloj de cuco normal y corriente, pero lo que no era normal era el cuco. Salía a menos cuarto y daba la media hora, y a los cuartos, la hora entera. A la hora en punto lo olvidaba todo o se equivocaba, duplicando la hora o dividiéndola por dos. Kowatsch Anton aseguraba que el cuco funcionaba perfectamente con respecto al horario de otras zonas del mundo. A Kowatsch Anton le enloquecía el reloj entero: el cuco, sus dos férreas pesas en forma de piña y el ágil péndulo. Le habría encantado hacer anunciar al cuco durante toda la noche sus otras zonas del mundo. Pero el resto del barracón no quería permanecer en vela ni dormir en las zonas del mundo del cuco.
   Kowatsch Anton era tornero en la fábrica, y en la orquesta del campo, percusionista y tamborilero de la Paloma, que se bailaba plegado. Se había fabricado sus instrumentos en el torno del taller de cerrajería, era un manitas. Quería regular el cuco cosmopolita adaptándolo a la disciplina diurna y nocturna rusa. Estrechando la glotis en el mecanismo del cuco, pretendía incorporar a éste una voz nocturna breve y sorda, una octava más baja, y un canto diurno más prolongado y agudo. Sin embargo, antes de que llegase a dominar las costumbres del cuco, alguien lo arrancó del reloj. La puertecita del cuco colgaba, torcida, de su bisagra. Y cuando el mecanismo de relojería quería animar al pájaro a cantar, la puertecita se abría a medias, pero en lugar del cuco salía de la casita un trocito de goma que parecía una lombriz de tierra. El trozo de goma vibraba y se oía un cencerreo lamentable similar a las toses, carraspeos, ronquidos, pedos, suspiros que se producían durante el sueño. Así la lombriz de goma protegió nuestro descanso nocturno.
   A Kowatsch Anton le entusiasmó tanto la lombriz de tierra como el cuco. Él no era solamente un manitas, también sufría por no tener en la orquesta del campo ningún compañero de swing, como antes en Karansebesch, en su Big Band. Por la noche, cuando el himno que brotaba del altavoz nos conducía hacia el barracón, Kowatsch Anton, con un alambre doblado, adaptaba el trocito de goma al cencerreo nocturno. Siempre se quedaba un rato junto al reloj, observando su rostro en el cubo de agua y esperando como hipnotizado el primer cencerreo. En cuanto se abría la puertecita, se agachaba un poco y su ojo izquierdo, algo más pequeño que el derecho, brillaba con absoluta precisión. Una vez, después del cencerreo, dijo más para sí que para mí: Uy, la lombriz ha heredado del cuco bastantes dolores fantasmas.
   A mí el reloj me gustaba.
   Pero no el cuco loco, ni la lombriz, ni el péndulo ágil. Sin embargo, me encantaban las dos pesas, las piñas de abeto. Eran lento hierro pesado, y a pesar de ello me recordaban los bosques de abetos de las montañas de mi tierra. Altas, por encima de la cabeza, muy juntas, las capas de pinocha de un negro verdoso; por debajo, en rigurosa disposición hasta donde alcanza la vista, las piernas de madera de los troncos, que se detienen cuando estás parado, caminan cuando caminas y corren cuando corres. Pero de un modo completamente distinto al tuyo, como un ejército. Entonces, cuando el corazón se te sube a la garganta de miedo, sientes bajo tus pies la brillante piel de pinocha, esa calma luminosa con piñas diseminadas. Te agachas y coges dos: te guardas una en el bolsillo del pantalón y conservas la otra en la mano, y ya no estás solo. Ella te devuelve la cordura: el ejército no es más que un bosque y la soledad dentro de él, un simple paseo.
   Mi padre se esforzó mucho, quiso enseñarme a silbar y a interpretar la procedencia del eco cuando silba alguien que se ha perdido en el bosque. Y cómo encontrarlo silbando a tu vez. Entendí la utilidad del silbido, pero no aprendí a expulsar el aire de la boca a través de los labios fruncidos. Yo los fruncía equivocadamente hacia dentro, de forma que se me hinchaba el pecho en lugar del tono en los labios. Nunca aprendí a silbar. Por más que intentaba enseñarme, yo sólo pensaba en lo que veía, que en los hombres los labios brillan por dentro, como cuarzo rosa. Él me decía que ya lo comprobaría, que comprendería su utilidad. Se refería a los silbidos. Pero yo pensaba en la piel cristalina de los labios.
   En realidad el reloj de cuco pertenecía al ángel del hambre. Porque en el campo lo que importaba no era nuestro tiempo, sino la pregunta: Cuco, cuánto viviré todavía.

HERTA MÜLLER, Todo lo que tengo lo llevo conmigo, Siruela, Madrid, 2010.

jueves, 17 de enero de 2013

[MIS NERVIOS DESAFINAN...], Oliverio Girondo



6

   Mis nervios desafinan con la misma frecuencia que mis primas. Si por casualidad, cuando me acuesto, dejo de atarme a los barrotes de la cama, a los quince minutos me despierto, indefectiblemente, sobre el techo de mi ropero. En ese cuarto de hora, sin embargo, he tenido tiempo de estrangular a mis hermanos, de arrojarme a algún precipicio y de quedar colgado de las ramas de un espinillo.
   Mi digestión inventa una cantidad de crustáceos, que se entretienen en perforarme el intestino. Desde la infancia, necesito que me desabrochen los tiradores, antes de sentarme en alguna parte, y es rarísimo que pueda sonarme la nariz sin encontrar en el pañuelo un cadáver de cucaracha.
   Todavía, cuando llovizna, me duele la pierna que me amputaron hace tres años. Mi riñón derecho es un maní. Mi riñón izquierdo se encuentra en el museo de la Facultad de Medicina. Soy políglota y tartamudo. He perdido, a la lotería, hasta las uñas de los pies, y en el instante de firmar mi acta matrimonial, me di cuenta que me había casado con una cacatúa.
   Las márgenes de los libros no son capaces de encauzar mi aburrimiento y mi dolor. Hasta las ideas más optimistas toman un coche fúnebre para pasearse por mi cerebro. Me repugna el bostezo de las camas deshechas, no siento ninguna propensión por empollarles los senos a las mujeres y me enferma que los boticarios se equivoquen con tan poca frecuencia en los preparados de estricnina.
   En estas condiciones, creo sinceramente que lo mejor es tragarse una cápsula de dinamita y encender, con toda tranquilidad, un cigarrillo.



OLIVERIO GIRONDO, Espantapájaros, Proa, Buenos Aires, 1932.

miércoles, 16 de enero de 2013

VARIACIÓN SOBRE UN TEMA DE COLERIDGE, Alberto Chimal


VARIACIÓN SOBRE UN TEMA DE COLERIDGE
   

   Recibí una llamada: era yo, desde un teléfono que perdí el año pasado. Me pregunté dónde se había quedado el aparato; me contesté que en tal y tal cafetería, que yo ni siquiera recordaba. Estás mal, dije, desde quién sabe dónde; ¿qué has hecho con tu vida? ¿Has seguido engordando? ¿Te siguen dando tus crisis? Me contesté que no, pero en realidad estaba mintiendo y yo me di cuenta. Estás mintiendo, me dije. ¿Qué quieres?, me pregunté, un poco disgustado conmigo. ¿A qué venía que me estuviese buscando precisamente ahora? Has de estar pensando que por qué te busco precisamente ahora, dije. ¡No es cierto!, contesté. El que se enoja pierde, dije, riéndome, y yo quise colgar pero yo me lo impedí diciendo: Necesitas que alguien te ponga en tu lugar y te enderece. Entonces llamaron a la puerta y resultó que era yo, y que había estado afuera todo el tiempo. Claro que sé dónde vives, idiota, me dije, sin soltar el celular. No se vale, contesté. Ya, cuelga. Era bastante ridículo seguir hablando por celular. Pero ni siquiera me pude consolar pensando que, si yo me veía ridículo, yo también me veía ridículo: de hecho tuve ganas de llorar al darme cuenta de que en realidad yo me veía más joven y más esbelto, y sólo había pasado un año. Para peor, yo tenía pelo, yo todavía tenía pelo, mientras que yo, efectivamente, había tenido una de mis crisis el día anterior y me había rapado y me veía patético. Te ves patético, me dije. Y yo no pude más y empecé a llorar de veras y me contesté sí. Y entonces caí al piso. Y entonces, contra todo lo que esperaba, yo me puse de rodillas, y me abracé, me abracé y me consolé y me dije que todo iba a estar bien, que si yo no me ayudaba pues quién me iba a ayudar... Así me dije.
   Deberíamos colgar, dije, mientras luchaba por sorber las lágrimas. Nos vemos, ridículos así abrazados y con los teléfonos, agregué, y yo me reí, y luego yo también me reí, y pensé que además me he vuelto descuidado porque mi teléfono de hace un año está en mejores condiciones que el que tengo ahora.


ALBERTO CHIMAL, Siete, Salto de Página, Madrid, 2012, pp. 151-152.

martes, 15 de enero de 2013

LOS SENOS DE DOÑA INÉS, Ramón Gómez de la Serna & Luis Seoane


LOS SENOS DE DOÑA INÉS

   La única desnudez que supo don Juan de doña Inés fue la de sus senos. Los senos de doña Inés, como un solo seno o repecho bajo las tocas, mostraron el pliegue de los dos en la hora del desmayo, cuando toda sus simetría se arrugó y se la levantaron los embozos.
   Después allí en la quinta Sevillana don Juan encontró los senos, los buscó, sacó moldes de ellos para su recuerdo, pues comprendía muy bien que la fatalidad le rondaba. ¿Pero cómo si perdía a doña Inés dejar de recordarla asida por el sitio más asidero, por los senos?
   Por lo menos recordó siempre sus senos atados por el largo cíngulo para los senos que usan las monjas para sus senos. Comprobó que estaban, que dormía la cabeza del uno junto a la cabeza del otro, como en los medallones en que para corgerlos dentro del óvalo hay dos niños así.
   Don Juan con disimulo faldeó con su cabeza los senos de doña Inés, buscando con las sienes y la mejilla el relieve de su almohada. Nunca se le pudieron olvidar.


RAMÓN GÓMEZ DE LA SERNA, Senos, Albino y Asociados, Buenos Aires, 1979, página 39.

lunes, 14 de enero de 2013

[ELLA SE MIRÓ EN EL ESPEJO...], Enrique Anderson Imbert


   Ella se miró en el espejo y desde entonces el espejo ya no fue el mismo: por las noches el mercurio le temblaba, azogado.

ENRIQUE ANDERSON IMBERT, El gato de Cheshire, Losada, 1965.

Fotografía: Ilona Olkonen

domingo, 13 de enero de 2013

EL CARACOL, José Moreno Villa


EL CARACOL

   Lentamente sube por la rama utilizando los sutiles periscopios de sus cuernecillos táctiles.
   ¡Tienta, tienta; levanta la cabeza y otea los alrededores! ¿Te hacen falta gemelos de campaña?.
   Su discurso, intermitente y medroso, dice:
  «No hay nadie; parece que no hay nadie. Y el piso es firme. ¡Ay! Ya me di en el ojuelo de la antena, que se ha contraído y enfundado en la cabeza.
  ¿Me verán? No hay nadie. Para escurrirse tácitamente la baba es buena, pero es delatora, aunque el viento la oree. Deja unos cristalinos traicioneros. Me van a descubrir, me van a descubrir. Será mejor ocultarse.»
   Y se mete en su concha para que no le vean. Pero el pobre tímido, suspicaz y medidor de movimientos, agítase de tal modo al recluirse, que cae con su cascarón desde el árbol a un banco de cañas, moviendo un ruido hueco y alarmante.
   Un chico le coge, le mira y le estrella contra la pared.


JOSÉ MORENO VILLA, Evoluciones, Calleja, Madrid, 1918, página 108.

sábado, 12 de enero de 2013

VELOCIDAD, Juan Salmerón

VELOCIDAD

   Antes de que él llegase al peaje de la autopista, ya se conocieron los resultados de su autopsia.

JUAN SALMERÓN

viernes, 11 de enero de 2013

EL GIRASOL, Lêdo Ivo



EL GIRASOL

En mi mano cerrada cabe el día,
el fuego aleatorio de los instantes
y el silencio que esparcen los amantes
cuando termina la fiesta y nada queda

de la luz petrificada entre las montañas.
En mi mano abierta cabe la sombra
abandonada por la vida que me espera
lejos del invierno, cuando la primavera

devuelve al tallo la rosa fenecida
y lo que fue vuelve a ser, y toda pérdida
regresa como un lucro inmerecido.

Mi mano sostiene un girasol.
Soy la sobra y el exceso, como el viento
o como la luz incómoda del sol.

LÊDO IVO, El silencio de las constelaciones, Monte Ávila, Caracas, 2010,  p.125.

jueves, 10 de enero de 2013

EL PRINCIPIO ES MEJOR, Isidoro Blaisten


EL PRINCIPIO ES MEJOR

   En el principio fue el sustantivo. No había verbos. Nadie decía: “Voy a la casa”.
  Decía simplemente “casa” y la casa venía a él. Nadie decía: “te amo”. Decía  simplemente: “amor” y uno simplemente amaba.
   En el principio fue mejor.

ISIDORO BLAISTEN

RAÚL BRASCA, Dos veces bueno. Cuentos Brevísimos Latinoamericanos.

miércoles, 9 de enero de 2013

COPYRIGHT, Pere Calders



COPYRIGHT
        
   Alguien me ha hecho a mí y he sido vendido. Nunca he llegado a saber quién ha cobrado los derechos ni si he sido un buen o un mal negocio.


PERE CALDERS, Ruleta rusa y otros cuentos, Anagrama, Barcelona, 1984, página 289.

martes, 8 de enero de 2013

LUGAR NATAL, Yasunari Kawabata


LUGAR NATAL

Sato, 1944

   Cuando Kinuko volvió de visita a la casa de sus padres, recordó el momento en que su cuñada había regresado a su lugar natal.
   En la aldea de montaña de su cuñada, había una tradición conocida como «la fiesta de las bolas de masa». Cada año, la noche del 31 de enero, todas las muchachas casadas que se habían ido estaban invitadas a la aldea para tomar sopa de poroto dulce con bolitas de masa.
   —¿De veras piensas ir, con toda esta nieve? —la madre de Kinuko le había preguntado con cierta brusquedad, mientras miraba cómo su nuera cargaba a su bebé a la espalda y salía.
   «¿Lo disfrutará tanto? Tiene a sus propios hijos pero actúa como una niña ella misma. ¿Por qué?, como si no hubiera desarrollado ningún afecto por esta casa…»
   Entonces, Kinuko había dicho:
   —Pero si yo me fuera a otra parte, madre, esta casa me sería siempre querida. Y si yo no me impacientara por regresar, te dolería, ¿no es así, madre?
   A causa de la guerra, en el pueblo había pocos hombres. La nuera formaba parte de equipos de mujeres que incluso cumplían tareas con caballos. Kinuko, que había partido hacia la ciudad para casarse, llevaba una vida relativamente fácil, y sentía que algo le faltaba. Ahora, cuando le venía el recuerdo de su cuñada emprendiendo una penosa marcha por las montañas para regresar a su pueblo natal en medio de la nieve enceguecedora, un grito de aliento hacia ella casi escapaba de su garganta.
   Cuatro años después de casarse y mudarse, la propia Kinuko volvió de visita a su casa. Se despertó con los ruidos de su cuñada en la cocina. Las montañas prolongaban el muro con revoque blanco de la casa vecina. Los recuerdos la invadieron. Las lágrimas se agolparon en sus ojos cuando, hablando con su difunto padre en el altar familiar, le dijo: «Soy feliz».
   Fue a despertar a su marido.
   —De modo que aquí estamos, otra vez en tu vieja casa.
   Su marido paseaba la vista por la sala.
   Antes del desayuno, la madre de Kinuko había estado pelando manzanas y peras, y se las ofrecía a su renuente yerno.
   —Vamos, pruébalas y recuerda cuando eras niño.
   Regañaba a los nietos que le pedían un poco de esa fruta. A Kinuko le encantaba ver la afabilidad de su marido, asediado por los sobrinos y sobrinas.
   Su madre salió con el bebé en brazos:
   —Miren cómo ha crecido el hijito de Kinuko —alardeaba ante los que andaban por allí.
   La cuñada se levantó para buscar las cartas que su marido enviaba desde el frente. Al observar su figura de atrás, Kinuko se dio cuenta del paso del tiempo… y de la autoridad que le habían legado al convertirse en miembro de la familia. Entonces Kinuko se estremeció.

YASUNARI KAWABATA, Historias en la palma de la mano, Emecé, Buenos Aires, 2005.

lunes, 7 de enero de 2013

LA SEÑORA M, Kjell Askildsen

LA SEÑORA M

   Una de las pocas personas que saben que aún existo es la señora M., de la tienda de la esquina. Dos veces por semana me trae lo que necesito para vivir, pero no es que se mate por el peso. La veo muy de tarde en tarde, porque tiene una llave del piso y deja la compra en la entrada, es mejor así, de ese modo nos protegemos mutuamente, y mantenemos una relación pacífica, casi diría amistosa.
   Pero una vez que la oí abrir la puerta con su lave, me vi obligado a llamarla. Me había caído y me había dado un golpe en la rodilla, y era incapaz de llegar hasta el diván. Por suerte, era uno de los días en que le tocaba subirme la compra, así que sólo tuve que esperar cuatro horas. La llamé cuando llegó. Quiso ir a buscar un médico inmediatamente, su intención era buena, sólo es la familia más allegada la que llama al médico de mala fe, cuando quiere librarse de la gente mayor. Le expliqué lo necesario sobre hospitales y residencias de ancianos sin retorno, y la buena mujer me puso una venda. Luego hizo tres sándwiches que me dejó en una mesa junto a la cama, además de una botella de agua. Al final, legó con una vieja jarra que encontró en la cocina. «Por si la necesita», dijo.
   Y se marchó. Por la noche me comí un sándwich, y mientras me lo estaba comiendo vino a verme. Su visita fue tan inesperada que he de admitir que me vencieron los sentimientos, y dije: «Qué buena persona es usted». «Bueno, bueno», dijo escuetamente, y se puso a cambiarme la venda. «Esto le irá bien», dijo, y añadió: «Así que no quiere saber nada de las residencias de ancianos; por cierto, supongo que sabe que ahora no se llaman residencias de ancianos, sino residencias de la tercera edad». Nos reímos los dos de buena gana, el ambiente era casi alegre. Es un placer encontrarse con personas que tienen sentido del humor.
   La pierna me estuvo doliendo durante casi una semana, y ella vino a verme todos los días. El último día dije: «Ahora estoy bien, gracias a usted». «Bueno, no se ponga solemne —me interrumpió—, todo ha ido perfectamente». En eso tuve que darle la razón, pero insistí en que, sin ella, mi vida podría haber tomado un desgraciado rumbo. «Bah, se las hubiera arreglado de una u otra manera —contestó—, es usted muy terco. Mi padre se parecía a usted, así que sé muy bien de lo que hablo». Me pareció que estaba sacando conclusiones sobre una base demasiado endeble, pues no me conocía, pero no quise que pareciera una reprimenda, de modo que me limité a decir: «Me temo que piensa demasiado bien de mí». «Oh, no —contestó—, debería usted haberlo conocido, era un hombre muy difícil y muy testarudo». Lo decía completamente en serio, admito que me impresionó, me entraron ganas de reírme de alegría, pero me mantuve serio y dije: «Comprendo. ¿También su padre llegó a muy mayor?». «Ah sí, muy mayor. Hablaba siempre mal de la vida, pero nunca he conocido a nadie que se esforzara tanto por conservarla». A eso podía sonreír sin problemas, resultó liberador, incluso me reí un poco, y ella también. «Supongo que usted también es así», dijo, y me preguntó impulsiva si le dejaba leerme la mano. Le tendí una, no recuerdo cuál de las dos, pero quiso la otra. La miró muy atenta durante unos instantes, luego sonrió y dijo: «Justo lo que me figuraba, debería usted haber muerto hace mucho tiempo».

KJELL ASKILDSEN, Todo como antes, DeBolsillo, Madrid, 2009, pp. 37-39.

domingo, 6 de enero de 2013

SEÑORES, ¡SE ACABÓ LA NAVIDAD! ¡ESTÁN DESPEDIDOS, El Roto


EL ROTO, El libro de los desórdenes, Reservoir Books, Barcelona, 2004, p. 171.

sábado, 5 de enero de 2013

NOCHE DE REYES, Jon Juaristi


NOCHE DE REYES

Cuántas noches como ésta permaneciste en vela,
a la espera del alba,
apoyado de pechos en tu almena,
insomne centinela de la ciudad cansada,
y cuántas otras noches
la fatiga y la pena concertadas
en la raya del día te vencieron.
Las cuentas están claras:
soledad, soledad y muchas noches
como esta misma noche, solitarias.

La tristeza es un tiempo
en que no pasa nada,
porque pasó lo que pasar debía
como si no pasara,
como si fuera el gasto corriente de la vida,
algo sin importancia:
la moneda menuda que olvidamos
en los bolsillos de la ropa usada
o esos números viejos de teléfono
a los que nunca llamas.

A lo lejos se apaga un ruido de motores.
Silba el viento en su flauta
una monodia trémula.
Llueve en la interminable madrugada
y refleja la luz de los faroles
el húmedo encachado de la plaza.
Alguien camina por los soportales.
Se ha fundido ya el hielo en tu vaso de malta.
Llueve en esta vigilia sin consuelo
donde sólo la noche te acompaña.
JON JUARISTI, Tiempo desapacible, Comares, Granada, 1996, pp. 28-29.

viernes, 4 de enero de 2013

LOS SIAMESES, Pepe Viyuela


LOS SIAMESES
        
   Los siameses son dos islas que nacieron península, dos seres rodeados de mundo por todas partes menos por una, precisamente aquella por la que se unen a un continente mismo y distinto a la vez; a un destino que, sin ser el propio, se ha fundido con el suyo y los aúna.
   Los siameses son dos promesas de vida reunidas en una sola, dos torrentes que confluyen en Única energía, dos destinos ligados por la carne y la materia, dos eternas reivindicaciones de libertad e independencia abolidas por el gen que los vincula y los coliga.
   Son cera y albayalde, Cástor y Pólux en coito eterno y estelar. Los siameses son la tabla del dos sin resolver una doble incógnita que no puede despejarse, son una ecuación de vida con doble resultado y se suelen mirar a los ojos para intentar adivinar cuál de los dos arrastrará al otro hasta la muerte.

PEPE VIYUELA, Bestiario del circo, Medusa, Madrid, 2003, p.185.

Ilustración: Miguel Cubero

jueves, 3 de enero de 2013

EL OTRO NIÑO, Ana María Matute


EL OTRO NIÑO

   Aquel niño era un niño distinto. No se metía en el río, hasta la cintura, ni buscaba nidos, ni robaba la fruta del hombre rico y feo. Era un niño que no amaba ni martiri­zaba a los perros, ni los llevaba de caza con un fusil de madera.  Era un niño distinto, que no perdía el cinturón, ni rompía los zapatos, ni llevaba cicatrices en las rodillas, ni se manchaba los dedos de tinta morada.  Era otro niño, sin sueños de caballos, sin miedo de la noche, sin curiosi­dad, sin preguntas.  Era otro niño, otro, que nadie vio nunca, que apareció en la escuela de la señorita Leocadia, sentado en el último pupitre, con su juboncillo de ter­ciopelo malva, bordado en plata.  Un niño que todo lo mi­raba con otra mirada, que no decía nada porque todo lo tenía dicho.  Y cuando la señorita Leocadia le vio los dos dedos de la mano derecha unidos, sin poderse despegar, cayó de rodillas, llorando, y dijo: «¡Ay de mi, ay de mi!  El niño del altar estaba triste y ha venido a mi escuela!»

ANA MARÍA MATUTE, Los niños tontos, Destino, Barcelona, 1971, pp. 37-39.

Ilustración: José María Prim

miércoles, 2 de enero de 2013

[ME ACUERDO...], Joe Brainard



Me acuerdo de mi padre intentando quitarme astillas de la mano con una aguja.


JOE BRAINARD, Me acuerdo, Sexto piso, Madrid, 2009, p. 61.

martes, 1 de enero de 2013

[...LOS NIÑOS TONTOS...], Andrés Neuman





   Una compañera me había recomendado Los niños tontos de Ana María Matute. El título me desagradaba un poco. Ahora entiendo por qué me insistió tanto en que lo leyese. La muerte y la infancia rara vez se tratan juntas. Los adultos, ya no digamos las madres, preferimos que la infancia sea ingenua, agradable y tierna. Que sea, en suma, al revés que la vida. Me pregunto si, por evitarles el contacto con el dolor, no estaremos multiplicando sus futuros sufrimientos.
   «Era un niño distinto», subrayo mientras pienso en lo que me cuentan las maestras de Lito, «que no perdía el cinturón, ni rompía los zapatos, ni llevaba cicatrices en las rodillas, ni se manchaba los dedos», me cuentan que en los recreos no sale al patio, que no parece interesado en jugar con los demás, que se queda dibujando en un cuaderno o mirando por la ventana, «era otro niño, sin sueños de caballos, sin miedo de la noche», y que a veces se queda callado, muy quieto, con el ceño fruncido, como a punto de sacar alguna conclusión a la que nunca llega.
   Pero no me importan mis dudas. Me gustaría cuidarlo igual, protegerlo de todo, abrazarlo en el patio, hablarle como a un bebé, engañarlo, malcriarlo, borrarle toda muerte, decirle: A ti no, hijo, a ti nunca.

ANDRÉS NEUMAN, Hablar solos, Alfaguara, Madrid, 2012, pp. 131-132.