viernes, 27 de noviembre de 2009

DOS, Miguel Ángel Zapata


Dos

Me llamo Wu.
Me llamo Wei.
Soy una persona optimista y francamente emprendedora.
Soy una persona pesimista y definitivamente pasiva.
Tengo sueños azucarados de hadas y duendes y elefantitos rosa.
Tengo terribles pesadillas de incestos, suicidios y monstruosas deformidades.
Vivo unido a mi hermano Wei por la nuca, dándonos la espalda como en un duelo, mochilla irremediable el uno del otro.
Vivo unido a mi hermano Wu por la nuca, dándonos la espalda como en un duelo, mochilla irremediable el uno del otro.
Mi hermano Wu me roba los sueños.
Mi hermano Wei me roba los sueños.
No soy Wu.
No soy Wei.


Miguel Ángel Zapata





Juan Jacinto Muñoz Rengel [editor], Perturbaciones. Antología del relato fantástico español actual, Salto de Página, Madrid, 2009, página 379.

miércoles, 25 de noviembre de 2009

CUADRILLA, Carlos Drummond de Andrade

Cuadrilla

Juan amaba a Teresa que amaba a Raimundo
que amaba a María que amaba a Joaquín que amaba a Lili
que no amaba a nadie.
Juan se fue a los Estados Unidos, Teresa entró a un
convento,
Raimundo murió en un desastre, María se quedó soltera,
Joaquín se suicidó y Lili se casó con J. Pinto Fernández
que no había entrado en la historia.


CARLOS DRUMMOND DE ANDRADE

martes, 10 de noviembre de 2009

[ASCENSORES], Belén Gopegui / GELINES, Lucía Abarrategui

Yo estaba en la parada de autobús como esa expresión que me gusta: a verlas venir. Aunque mi hora de llegada era las once y media, podía no haber vuelto. Vi a una chica de mi edad que se bajó y decidí se­guirla. Anduvo hasta un portal. Mientras ella abría con su llave, le dije:
—Perdona, ¿puedo pasar contigo?
Me miró mosqueada. Luego se encogió de hom­bros:
—Sí, pasa.
Entramos y subí con ella en el ascensor.
—¿A qué piso vas?
—A ninguno.
Mirada de mosqueo otra vez. Ella iba al quinto. En el tercero, le dije:
—Me gustan los ascensores.
La chica puso cara de a mí qué. Llegamos a su piso. Salió y no dijo nada. Supongo que pensó que yo estaba mal de la cabeza. Yo también lo he pensado, pero sé que no lo estoy. Estar mal de la cabeza es una verdadera putada. Un amigo mío tuvo un brote es­quizofrénico. Y lo pasa fatal. Ha adelgazado mucho. Ya no va a clase. Tiene que tomar un montón de pas­tillas que le dejan como a la mitad de todo. Oye vo­ces. No es ninguna broma. Oye voces que le dicen lo que debe pensar. Así que cuando estás con él, no pue­de hacerte caso porque está atento a las voces que igual van y le dicen que tú te dedicas a la magia ne­gra, y entonces él quiere pegarte, o le dicen que estás muerta de hambre y él insiste en ofrecerte comida, y a veces al mismo tiempo se acuerda de que esas voces existen y trata de hacer como que le dan igual que no es verdad que le den igual y tú lo notas. Es una putada enorme. A lo mejor pueden curarle. Ojalá que puedan. Siempre me acuerdo de él cuando me da por jugar a la locura y cosas así. Y no juego. Si los ascensores me gustan es porque no son la calle, pero tampoco son casas cerradas de los demás.
Me quedé dentro del ascensor mientras me pre­guntaba cómo sería la casa de esa chica, cómo serían sus padres. A lo mejor no eran unos padres de los que piensan que hay alguien detrás. A lo mejor eran de esos padres, en algún sitio tienen que estar, ¿no?, que saben que son adultos, que son responsables, que ELLOS son los responsables de lo que está pasando.
Salí otra vez a la calle.

BELÉN GOPEGUI, Deseo de ser punk, Anagrama, Barcelona, pp.40-41.



Salí de aquel bar y me entraron muchas ganas de subir a un ascensor. Supongo que tengo un poco de eso que llaman agorafobia, aunque no mucha. En realidad, nunca he estado en una gran llanura, en un desierto, en una explanada inmensa, así que no sé lo que me pasaría. Pero a veces la calle me da mal rollo, me parece que estoy en un laberinto, que tuerza por donde tuerza nunca podré salir, y pienso en el ascen­sor como en una salida vertical, o como en un aguje­ro negro. Entras, subes, bajas, parece que vuelves al mismo sitio, pero no, sales a otro universo donde es­tán las mismas calles de la misma ciudad pero en rea­lidad son otras, porque vas a encontrarte con otras personas y porque te pasarán cosas distintas de las que te habrían pasado si no hubieses cambiado de universo. Seguí andando mirando a lo lejos y hacia arriba. Torcí a la derecha en diagonal porque por ahí se veían algunos edificios de más de siete pisos. Todos cerrados, pero bueno. Llamé al telefonillo de uno.
—Hola, soy una amiga de Paula y me he dejado el móvil, ¿me puede abrir? Es que en casa de Paula pare­ce que no oyen el telefonillo.
Coló a la primera. Otras veces, en cambio, tengo que inventarme más de tres historias. Entré y fui al as­censor. Tenía un espejo grande y el suelo como de mármol falso. Me quedé de pie. Había nueve pisos. Di al octavo. Metí las manos en los bolsillos y vi que tenía el mp3. Como había salido así de casa, sin coger nada, pensé que no lo tenía. Tampoco solía oírlo mucho.
Vera está siempre vagando por páginas de tuenti y por todas partes buscando grupos y temas. Yo me cansé. Casi solamente tengo lo que ella me pasa, y otros dos amigos de clase. Es que un día estaba buscando y pensé que era como mirar en la guía de teléfonos. No quería encontrar mi música mirando en la wikipedia o algo parecido. Así que decidí que con lo que ellos me pasa­ban ya tenía suficiente. Cuando llegué al octavo, di al segundo y me puse a oír la primera canción que me sa­liera. Vaya, los Beatles. No sé por qué ahora les ha dado por los Beatles. Me tocó «I wanna hold your hand». De acuerdo, es mona, entrañable, diría mi tía, pero hoy, no sé, hoy es también una soberana tontería, ¿te imaginas a alguien a quien de verdad le guste la música componiendo hoy una canción así? Desde el segundo di al séptimo y ahí fue lo peor, «Lucy in the sky». «Lucy in the sky with diamonds» es una canción infumable, el organillo parece sacado de una feria, las guitarras suenan a destiempo... Un churro, y resulta que, según Émil, se hizo famosa porque supuestamente Lucy Sky y Diamonds hacían referencia al LSD y eso significaba que los Beatles estaban «en la onda». Pues sí que me importa mucho. Vale, «Let it be», «Come to­gether», no están nada mal. Pero hay otras que dan vergüenza ajena, «All you need is love», «Ob-la-di, ob-la-da», son infumables. A mí quien mejor me caía y quien más me gustaba era George Harrison, tal vez porque era el que menos pintaba allí. Mi hermano siempre me decía: ésta es de Harrison. Me encantan «Something», «Here comes the sun» y «While my guitar gently weeps», aunque tampoco sean mi música. ¿Lo era AC/DC? Se me había quedado dentro aquella gui­tarra, y la voz de Bon Scott, y todo el tema. Pero no lo tenía en el mp3.
Di al noveno, y nada más llegar me llamaron. Es lo malo de los ascensores, siempre llama alguien y tie­nes que bajar. Encima entró un tipo superborde, uno de esos señores mayores con chaqueta de caza o algo así. Se fijó en que yo no le había dado a ningún piso.
—¿Bajabas?
No podía decirle que no, que iba al noveno, por­que tenía pinta de ir a preguntarme a casa de quién.
—Sí —dije—. Buenas tardes.
Le molestó que fuera educada. Yo tuve suerte por­que después de los Beatles venía «Knock me down» de Red Hot Chili Peppers. Me gusta esa mezcla de funk, rock y metal, y el estribillo de «Knock me down» me hizo hasta reír; ese tipo que me había bajado del nove­no me miraba con la cara de mi padre cuando está más harto y desesperado de mí, y yo, mientras, oía:
«Si me ves haciéndome poderosa, si me ves subiendo, derríbame, derríbame, derríbame, yo no soy más gran­de que la vida, I’m not bigger than life.» En esto llega­mos, el señor me abre la puerta para que pase y yo le digo:
—Pase usted primero, por favor.
El hombre echa a andar pero vuelve la cara hacia mí, mosqueado. Me dan ganas de quedarme dentro del ascensor, que llame al portero y vengan a sacarme. Me dan ganas de que me sujeten y me empujen y de empujar y dar patadas, quiero pelearme con alguien y por eso creo que me ha gustado AC/DC, porque quiero gritar y hacerme sonido en los altavoces y estrellarme contra los cuerpos y las ventanas y que una parte de mí salga fuera del edificio, del concierto, del lugar donde se oye la música y siga avanzando, y lle­gue a donde están todos los cabrones de mierda que hacen que la vida nos duela a los demás, y les lance muy lejos por los aires. Me acuerdo de la lengua de los Rolling: es lo que me gustaría, sacarle la lengua a este individuo que debe de llevar más de dos mil euros puestos sólo en ropa. No un poco de lengua, como hacen los niños, sino esa lengua entera de los Rolling; luego, largarme dejándole ahí escandalizado por cómo somos los adolescentes. ¿Y al final qué? Al final una bola de nieve imaginada estallando contra su pecho. Al final una canción que se queda dentro. Al final «it’s so lonely when you don’t even know yourself”. Pero odio darme pena, así que le dije una cosa, ¿sabes? Le dije:
—¿Qué piensa usted de la audición humana?
Echó a andar más deprisa. Seguramente no llegó a dar significado a mis palabras, y menos todavía a pensar una respuesta. Pero también dejó de juzgarme. Le asusté. Chica rara, drogas, miedo, socorro, eso fue lo que debió de pensar. Sin embargo, yo se lo pre­guntaba en serio. La audición humana es increíble, y mucho mejor que la condición humana, aunque sue­ne parecido. Sobre la condición humana cualquiera dice lo primero que se le viene a la cabeza: que en el fondo todos llevamos un asesino dentro o un héroe o un mediocre o yo qué sé; que en las situaciones de emergencia nos volvemos unos vándalos, o muy generosos, o muy cobardes o valientes o las dos cosas. Que en el fondo lo que tenemos es un pozo sin fondo o sólo unos cuantos años de vida. Que la muerte y el sexo, que el dinero y la felicidad, que el arte y el dine­ro, que la tristeza y el sexo, que el daño y el hedonis­mo. Por mí, que digan. De la audición humana, en cambio, no pueden hablar por hablar.
BELÉN GOPEGUI, Deseo de ser punk, Anagrama, Barcelona, pp. 91-95.

LUCÍA ABARRATEGUI, Gelines, Santiago de Compostela, 2009.


DESVÍO POR OBRAS: Morfología 

martes, 3 de noviembre de 2009