jueves, 29 de enero de 2009

SOPA DE CEROS, Ramírez Lozano & Riki Blanco

COCIDO DE CEROS



Se escogen aquellas palabras, cómo aguacero o hechicero,

que contienen este rico fruto y, con un cuchillito, se les arrancan uno a uno sus ceros

hasta un total de docena y media.

Se ponen a hervir media hora

con su chorrito de aceite.

Después se dividen por el número de comensales y resultará el cociente, un cociente sabroso,

sin resto ni decimales.

Conviene no cocer a la izquierda.

Los ceros a la izquierda

pierden todo su valor nutritivo.





JOSÉ A. RAMÍREZ LOZANO & RIKI BLANCO, Sopa de sueños y otras recetas de cococina, Kalandraka.


DESVÍO POR OBRAS: www.kalandraka.com

miércoles, 28 de enero de 2009

[FLORECERÁN...], Manuel Villena





Florecerán para amarillear
los caminos de enero
al abrigo de la tormenta

martes, 27 de enero de 2009

NOVELA DE TERROR, Andrés Neuman




NOVELA DE TERROR

A Fernando Iwasaki

Me desperté recién afeitado.

ANDRÉS NEUMAN, Alumbramiento, Páginas de Espuma, Madrid, 2006, p. 111.

lunes, 26 de enero de 2009

EL PICOPATO, Ballesteros & Vidaurre




El picopato

En lo más frondoso del parque de Doña Ana vive el picopato. Es un ave de plumas lisas y brillantes, bañadas por un barniz de charol. Su tarea diaria consiste en picotear, de forma incansable, la corteza de un árbol jugoso: el clalcero, de sabor a goma arábiga. Su picoteo. también conocido como «taconeo», es constante en las noches de luna llena.


En sus pocas horas de ocio, el pieopato suele volar de rama en rama y de flor en flor, en bandadas pequeñas. En las tardes de mucho calor se cobija junto a las aguas mansas del parque y, al llegar la noche, comparte veladas ruidosas con los rosados flamencos.




XOSÉ BALLESTEROS & JUAN VIDAURRE, Imagina animales, Kalandraka, Sevilla.


www.kalandraka.com

sábado, 17 de enero de 2009

MISTER RED, Felipe Benítez Reyes


MISTER RED

El público de antes era más sensible a la profesionalidad. Exigía a cada artista un armonioso despliegue de ingenio escénico y un irrenunciable grado de sorpresa, aunque sin alardes inútiles, ya que la extravagancia era un recurso muy poco apreciado y muchos artistas fracasaban a causa de sus afanes de exhibicionismo y desmesura—como les ocurrió, por ejemplo, al mago Pascuali y a Richard el humorista. La caballerosidad se apreciaba. Se aplaudía el saber estar en el escenario. El esfuerzo por agradar era un valor.
No sé cuántas reverencias he hecho en mi vida. Muchas. El éxito de un artista se mide por el número de reverencias que se vea obligado a hacer ante un público que aplaude complacido —y el público que aplaude complacido es, visto desde el escenario, una grandiosa sonrisa llena de dientes, y muchos brazos que se mueven como un ciempiés.
Las cosas importantes suceden siempre en el pasado y, a partir de cierto momento, el tiempo sólo depara sorpresas retrospectivas.
Aunque no siempre es así.
Abrir una lata de conservas, por ejemplo, es una tarea renovadamente intrigante, ya que se está siempre al borde de la tragedia más ridícula. Las latas de conservas, al abrirlas, dan la impresión de que siempre están buscando una piel que desgarrar. Por eso tengo cuidado, igual que lo tenía Fito Fiot, el fakir, cuando se tragaba esquirlas de cristal, hojas de afeitar y alfileres, siempre con aquel aire suyo de adversidad y meditación.
Antes de cada número, Fito Fiot se purgaba, bebía mucha agua con cal disuelta y masticaba después yeso y serrín, y aquel menú demente le blindaba el estómago.
Fito Fiot iba siempre meditabundo, con el aura plomiza de los infortunados, y se contaba de él que ninguna mujer le había amado con autenticidad.
Cada vez que abro una lata, me acuerdo de Fito Fiot, el famélico rey del fakirismo.
Abrir correctamente una lata debería ser un número bien pagado. No es fácil abrir una lata. Los abrelatas suelen ser de mala calidad y casi nunca se ajustan a las pestañas del envase, lo cual hace peligrosa la operación. Casi siempre, además, se derrama un poco de líquido, sobre todo si es aceite.
El aceite es una sustancia difícil de manejar, por ese afán suyo de expandirse. Tengo muchas camisas manchadas de aceite, aunque debo decir que últimamente me mancho menos, ya que todo consiste en cogerle el truco: al abrir una lata, conviene apoyarla en lugar firme, extender los brazos cuanto den de sí y comenzar la operación cuidando mucho que el abrelatas encaje perfectamente en el borde, ya que una perforación inadecuada hace que la tapa se hunda y que todo se complique, pues la tapa altera su frágil y perfecta horizontalidad, circunstancia que nos obliga a perder ese terreno de prudencia que debe quedar entre la lata y nosotros.
Fito Fiot no sé yo cómo abriría las latas. Imagino que con destreza. Creo incluso que Fito Fiot hubiese sido capaz de tragarse una lata, porque era un auténtico profesional, cosa que no podría decirse sin reparo de May Salves.
May Salves llegó una noche a la sala con su trivial esplendor de valkiria manchega, muy rubia de artificio y muy locuaz, contoneándose todo el tiempo como las artistas del cine y fumando, como contraste, con una languidez de cocotte tuberculosa.
A May Salves la había contratado como ayudanta el mediocre ilusionista Fredy el Bizco, cuyo número estelar era el de los llamados barriles del diablo, un truco de poca monta consistente en que una muchacha pasase de un barril a otro. —Una auténtica banalidad que, extravagantemente, gustaba mucho a los caballeros del público.
May Salves nos clavó sus uñas a Fito Fiot y a mí, por este orden. Nos hirió como sólo puede herir el filo de una lata abierta. A Fito Fiot se le infectó la herida, por así decirlo. A mí no, pero de todas formas me cuesta trabajo hablar de May Salves: es algo tan agradable como abrir una lata con los ojos vendados.
May Salves no abriría latas por varias razones. Entre otras, porque se dejaba invitar a diario en restaurantes distinguidos por quien primero se lo propusiera y porque May Salves tenía las uñas demasiado largas como para poder abrir latas sin añadir un riesgo complementario al riesgo que de por sí supone el abrirlas.
May Salves tenía las uñas largas como la hija de Fu-Manchú. Uñas de gata, de gata gótica. Las uñas de May Salves parecían agujas, pintadas siempre del color de la sangre.
Por eso digo que no me imagino a May Salves abriendo una lata. A Fito Fiot sí, y a Fredy el Bizco, pero no a May Salves.
Yo tampoco imaginé nunca que tendría que abrir tantas latas.—Pero por algo el destino es un misterio.
Decía que el público de antes era distinto. Sabía diferenciar a un caballero de un buscavidas.
Había que cuidar mucho la calidad del cal¬zado, por ejemplo. Los zapatos delatan a los gañanes endomingados, a los horteras y a los muer¬tos de hambre. Los zapatos son implacables con respecto a eso.
Yo se lo tenía que decir con frecuencia a Fito Fiot. Le decía: «Fito, esos zapatos no son adecuados». Pero Fito Fiot se encogía de hombros, meditabundo siempre y siempre rumiando la bola amarga de sus desdichas, delgado y espectral, con el estómago lleno de objetos cortantes.
May Salves tampoco era que se diga la reina del calzado. Parecía que los zapatos los reventaba, que su cuerpo era un esplendor que aplastaba y torcía los tacones. Usaba, además, un número más pequeño que el que le correspondía, como si fuera, qué sé yo, una geisha y quisiera presumir de pies chicos. Por eso, cuando se descalzaba, los pies se le quedaban muy blancos, con una blancura de asfixia. Y se le marcaban los bordes del zapato en la piel, y en el talón llevaba un trozo de esparadrapo que añadía un toque quirúrgico a los colores desesperados de sus zapatos de tacón.
Yo tengo siempre a mano una botella de agua oxigenada, un rollo de algodón y otro de esparadrapo cuando me dispongo a abrir una lata: asumo el riesgo.
Hace poco, salieron unas latas que se abren con sólo tirar de una arandela, sin tener que usar el abrelatas. Claro que todos los inventos nuevos no significan un avance para el usuario. La prueba está en que compré una lata que incorporaba ese revolucionario mecanismo y me corté, en parte por inexperiencia y en parte porque ese dispositivo exige medir exactamente la fuerza con que hay que tirar de la arandela—igual que ocurre, sin ir más lejos, en lo que los profesionales llamamos el truco de la jaula compresiva. Yo tiré, supongo, con demasiada fuerza y me hice un corte profundo en la mano izquierda. Me quedé extrañado, igual que un espectador ante un número de magia que le maravilla. Con mi mano derecha sostenía la tapa. Mi mano izquierda sangraba—y varias gotas cayeron dentro de la lata y se quedaron flotando en el aceite.
La soledad lleva a la meditación, y la meditación a la melancolía. A mí al menos me ocurre. Por eso no quiero hablar mucho de Fito Fiot ni de May Salves. Formamos no sé si un trío de corazones o de espadas, eso depende del tipo de baraja que se utilice. De corazones y de espadas, digamos, si los tipos de baraja se mezclan. En realidad, todos formamos una baraja: depende de qué cartas te ponga al lado el azar para que la combinación sea afortunada o no. Y nosotros éramos cartas de barajas distintas: Fito Fiot era un as de corazones, May Salves una reina de espadas y yo, supongo, un co¬modín.
Si pienso en Fito Fiot, me imagino cómo se sentirá uno teniendo dentro del cuerpo alfileres, cuchillas de afeitar y cristales. Si pienso en May Salves, compruebo con extrañeza que sólo recuerdo con exactitud sus uñas y la blancura torturada de sus pies; todo lo demás—su voz, su pelo, su olor, su cuerpo desnudo en el camerino con la rotundidad de una estatua y con la fragilidad a la vez de una muñeca de cera—es sólo una impresión desvaída, y con meras impresiones resulta im¬posible conservar un recuerdo.
Un recuerdo necesita una imagen diáfana a la que aferrarse, igual que un abrelatas necesita que el borde de una lata tenga la altura precisa para que la cuchilla corra sin esfuerzo. De todas formas, recordar las uñas y los pies de una mujer a la que no se ha querido no me parece poco.
Cuando Fito Fiot, tembloroso de cristales y agujas, entró de repente en el camerino de May Salves, me quedé paralizado—como cuando uno está abriendo una lata y comprueba que la tapa se ha vencido por una parte y que ese accidente va a obligarnos a levantar luego la tapa con un cuchillo, que es una maniobra propicia para que el aceite salpique y nos manche la camisa. Yo acababa de actuar y llevaba mi frac rojo con solapas de lentejuelas y mis bigotes postizos, rígidos y mefistofélicos; el maillot dorado de May Salves colgaba de una silla como un despojo brillante: el vellocino de oro del cabaret.
Se lo intenté explicar a Fito Fiot, pero desde aquel día Fito Fiot comenzó a tragarse cristales, cuchillas y alfileres con más temeridad que nunca, cayendo incluso en un innecesario tremendismo que el público no aprobaba del todo.
Fito Fiot se convirtió en una andante pesadumbre rellena de alfileres, cuchillas y cristales, mártir de sí mismo, de su sentido pesimista de las cosas del mundo.
Fito Fiot nunca creyó que aquélla fuese la primera y única vez.
Afortunadamente, May Salves se fue como vino.
Un día creí verla representada en el cartel de un circo, atada a la ruleta de la muerte. Pero se trataba tan sólo de una pintura, y, al fin y al cabo, todas las rubias se parecen cuando las pintan en los carteles de los circos.
Había un número que a mí me gustaba realizar a pesar de su simpleza: el del reloj brujo. Consistía este número en pedir amablemente a alguien del público un reloj, envolverlo en un pañuelo y machacarlo con un martillo. Una vez machacado, se desdoblaba el pañuelo y el reloj no aparecía por ninguna parte. Luego llegaba un ayudante con una caja de madera atada y lacrada. Yo abría la caja y aparecía otra caja. Abría esa otra caja y aparecía otra. Abría esa tercera caja y aparecía dentro de ella, intacto, el reloj del espectador.
La vida creo que es algo parecido al truco del reloj brujo, aunque no sabría decir si somos el reloj, el que machaca el reloj, el dueño del reloj o la caja que alberga un reloj prestado. Lo que sí es probable es que ese reloj sea algo muy parecido al corazón. Sobre todo si el truco sale mal y machacamos el reloj.
Claro que esto es sólo una impresión sin fundamento, y de las impresiones no debe extraerse ninguna conclusión simbólica, porque a fin de cuentas el pensamiento es algo así como las espadas del mandarín: armas mortales que se clavan en el vacío.
Yo tampoco pensé nunca que iba a tener que abrir tantas latas, pero no por eso voy a sacar conclusiones pesimistas del hecho de tener que abrir diariamente dos o tres latas.



BENÍTEZ REYES, Felipe, Maneras de perder, Tusquets, Barcelona, 1997, pp. 13-21.


FOTOGRAFÍA: Peter Witkin

lunes, 5 de enero de 2009

LA BELLEZA, Andrés Neuman

LA BELLEZA

Habrá quien piense que exagero, pero allá cada cual. Soy tan bella que salgo a la calle enamorada de antemano. Los hombres me contemplan con una especie de atención superlativa y un tanto rencorosa. Las mujeres me exami­nan, revisan mis facciones, estudian cada gesto mío inten­tando descifrar la trampa. Pero no hay trampas: que soy be­lla, horripilantemente bella, y nada más.
Gentil suplicio, este. No veo dónde está la bendición. Hable o calle, estoy perdida. Si digo cualquier cosa, soy es­cuchada con una impertinente suspicacia a la que no con­sigo acostumbrarme. Cuando no abro la boca, todos me miran como pensando: sí, pero será tonta. Si algún hombre me habla, lo hace con intereses no precisamente dialécti­cos. Si me habla una mujer, lo hace para neutralizarme co­mo competidora ofreciéndome su amistad. Cuando ellos no me dirigen la palabra, en su silencio tiembla el reproche de no amarlos. Cuando ellas callan, noto cómo me espían y corren a retocarse el maquillaje. Socorro. Nadie elige su cuerpo ni su nombre. La armonía se ha vengado de mí. También lo bello es cruel, también lo bello.
¿Cuánto mérito mío hay en esta piel de pétalo? ¿Cuán­to de recompensa al trabajo bien hecho hay en mis formas de copa de cristal? A veces he pensado en terminar con to­do y arrojarme un líquido abrasivo a la cara. Si no lo hago no es por coquetería, sino por miedo al dolor y sobre todo por orgullo. He vivido en el bosque. He huido al extranje­ro. He pasado unos años en la montaña. Pero siempre, en todas partes, hubo alguien que se enamoró de mí y me odió por ello. Conozco de memoria la manera: primero es un deslumbramiento exagerado, estelar; después una benevo­lencia boba, como si yo mereciera más de lo que merezco; más tarde esa impaciencia a la que tanto le temo; ensegui­da una escena de despecho, un ataque de ira y finalmente el daño para ambos.
Por las noches sueño con mundos feos, con escenas de asco, con figuras nauseabundas. Veo amantes de piel sucia y lenguas negras, bestias ansiosas que me abrazan sin jui­cios y me incluyen en su hedor. Entonces, fugazmente, soy feliz. Atravieso desiertos de arena impura. Nado despreo­cupada en un río de barro. Pero tarde o temprano un alien­to de sol me acaricia la mejilla, y me pongo a parpadear, y mi cuerpo se estira lentamente, y la belleza regresa al dormi­torio. Lo primero que hago al levantarme de la cama es mirar, incrédula, mi desnudo en el espejo. A mi lado nunca des­pierta nadie.

ANDRÉS NEWMAN, Alumbramiento, Páginas de Espuma, Madrid, 2006, pp. 91-92.