domingo, 29 de junio de 2008

EL DOBLE, Roberto Lumbreras


EL DOBLE



A Cévar N. Sanz

Dime si no es para acojonarse, Pepe. Tú vas un domingo paseando tran­quilamente por la calle, y te encuentras con un tipo que es exactamente igual a ti. Porque, uno lleva cuarenta años mirándose en el espejo todas las mañanas, y te digo que como si me estuviera viendo en el espejo. No sé si te sitúas. Y el tipo ese me vio a mí también. Te puedes imaginar la cara que puso. Más o menos la que debí de poner yo. Y no es para menos, vamos. Figúrate. Llevo una semana sin pegar ojo. Porque, verás, que ahí no acaba la cosa. Al tipo ese le he vuelto a ver un par de veces, y el cacho desgraciado se ríe. Pero no «ja, ja, ja»; no. El tipo te echa una sonrisa retorcida, como de estar tramando algo, que te hiela la sangre. Porque la verdad es que tiene mala pinta. El tío tiene mala pinta. Conque se lo cuen­to a Ramos, ya sabes tú cómo es Ramos, y me dice que oído al parche, que ese tipo me puede meter en problemas: que ahora mismo le da por robar un banco, o se cepilla a un tío, y se me cae el pelo a mí. Qué te parece. A mí. Sin comerlo ni beberlo. Y le digo a Ramos que qué me aconseja, y me dice que está difícil, que como no me adelante yo y le haga la putada a él... Qué te parece. Así que estoy que no vivo, chico. Llevo dándole vueltas a la chocolatera desde el otro día, y no sé cómo va a acabar esto. ¡Y es que no quiero hacer un disparate!


ROBERTO LUMBRERAS

miércoles, 25 de junio de 2008

MONTREAL, McEnroe


Me he convertido en un mineral
dentro de un museo al que nunca vas...
McENROE, "Montreal", Mundo submarino, Subterfuge Records, Madrid, 2008.
Desvío por obras:

jueves, 19 de junio de 2008

LA CONTROVERSIA DEL ORNITORRINCO, Rafael Reig




LA CONTROVERSIA DEL ORNITORRINCO


«Ornitorrincos», así llamaban Tinin Belinchón y sus amigos a los ro­mánticos. Todo empezó una mañana de 1797, cuando el doctor George Shaw abrió un paquete en su despacho del Departamento de Histo­ria Natural del Museo Británico. Lo enviaba desde Australia el capi­tán John Hunter. Contenía la piel de un ornitorrinco, la primera que llegaba a Europa. ¿Un animal con piel de topo, patas de rana, cola de castor, pico de pato y además con dientes? En cuanto lo vio, Shaw se dio cuenta de que aquello solo podía ser un fraude. Arqueó una ceja, carraspeó y, tijeras en mano, se dispuso a descubrir las costuras disimuladas. A él no se le engañaba con tanta facilidad. Como todos sus colegas, Shaw sabía que los taxidermistas chinos eran virtuosos de la falsificación de animales imaginarios: dragones, monstruos, basiliscos, incluso alguna que otra ave fénix. Era lo que los europeos querían, y los astutos orientales se lo iban suministran­do sin escrúpulos. A estos adefesios se les conocía como Jenny An­vers, nombre derivado del puerto de Amberes, que centralizaba en­tonces el tráfico de criaturas fabulosas. Shaw no encontró rastros de costura ni indicio alguno de falsificación. Se quedó atónito. ¿Qué estaba ocurriendo? ¿Qué era aquello? ¡Por los clavos de Cristo! Hacía pocos años, en 1755, Linneo había establecido su Sistema Natural, en el que, desde luego, no había sitio para semejantes extravagancias. Los ornitorrincos, no contentos con tener pico de pato y dientes, tenían también veneno y, entre otras rarezas, no sabían volar ni andar (solo nadaban, los muy idiotas). La cuestión crucial era, por supues­to, su forma de reproducción. Para general sorpresa, tenían mamas. Ergo eran mamíferos, es decir, vivíparos. Sí, pero también ponían hue­vos. Ergo eran ovíparos. ¿En qué quedábamos? ¿Acaso alguien estaba intentando jugar con el orden natural? ¿Sabotaje? ¿Superchería? ¿Provocación? ¿Una broma de mal gusto? Parecía que aquellos miserables bichos hubieran estudiado a fondo a Linneo con el único propósito de burlarse de él. ¿Que el gran clasificador decía que los mamíferos eran vivíparos? Pues, venga, a poner huevos como descosidos, solo por fastidiar. ¿Que los animales pico vuelan? Pues no se hable más, a quedarse chapoteando en el agua. ¿Que si se tiene pico no se tienen dientes? Pues dicho y hecho, arrollar dentaduras, y encima de leche, para más inri. No es sorprendente que Shaw y sus colegas, al mismo tiempo una gran curiosidad, acabaran por sentir un odio implacable por ellas “malditas criaturas” (bloody creatures), como las llamaban en privado. Para clasificar a los ornitorrincos, no hubo más remedio que inventar un nuevo orden: el de los monotremas. Fue entonces cuando comienzo la legendaria «controversia del ornitorrinco», que ocupó a los naturalistas durante casi todo el siglo XIX, hasta 1884. ¿Amamantaban a sus crías los ornitorrincos? ¿Incubaban huevos? ¿Acaso tenían entre sí contacto sexual los monotremas? ¿Eran un abominable error de la naturaleza? ¿Constituían tal vez la prueba visible la caprichosa voluntad del Creador y la refutación, por tanto, de ideas racionalistas de Darwin? Charles Darwin vio un ornitorrinco en 1836 y anotó en su dia­rio: “Alguien que no crea en nada más allá de su razón podría sin duda clamar que esto es el resultado de la labor de dos Dioses Creadores.” Por fin, en 1884, William Caldwell, un estudiante de doctorado acampaba cerca del río Burnet, en el norte de Queensland, vio una hembra de ornitorrinco poniendo un huevo. De inmediato corr­ió a la oficina de telégrafos más cercana para enviar un mensaje urgente a Londres: MALDITAS CRIATURAS PONEN HUEVOS STOP SIGUE CARTA. Todos los naturalistas del planeta suspiraron aliviados. La pesadilla había terminado: los monotremas se convirtieron desde entonces en los únicos mamíferos que ponen huevos. Punto redondo. Algo semejante sucedió con ese Romanticismo que Agustín Belinchón no comprendía. El misterioso ornitorrinco apareció en Euro­pa con el firme propósito de impugnar la clasificación de Linneo. Con su originalidad, su individualidad radical y su disparatada creatividad anatómica, el ornitorrinco contradecía el Sistema Natural dibujado con tiralíneas por los ilustrados. Hubo que tenderle la trampa del monotrema para incorporarlo al orden zoológico racionalista. Como Linneo, los escritores ilustrados habían logrado consolidar un Sistema Literario blindado, en el que no había lugar para la ca­prichosa excentricidad de los ornitorrincos románticos. Los jóvenes románticos no irrumpieron en la Historia de la Lite­ratura como un elefante en una cacharrería, sino más bien como una sublevación de ornitorrincos, dispuestos a derribar la sólida arqui­tectura de la preceptiva neoclásica. Durante buena parte del siglo XIX, los románticos formularon una sola pregunta a los ilustrados: «¿De qué se trata, que me opongo?». La polémica del Romanticismo se saldó como la controversia del ornitorrinco: las malditas criaturas ponían huevos, a pesar de ser ma­míferos; y los jóvenes airados acabaron convertidos en clásicos con su propia preceptiva literaria, por muy románticos que fueran. Se les hizo sitio en el Sistema Literario, con una trampa parecida a la del monotrema. Desde entonces, esta ha sido la aporía de todas las vanguardias: la ruptura con la tradición ya forma parte de la tradición, como expli­có Octavio Paz[1], un escritor mexicano galardonado con varios premios literarios.


RAFAEL REIG, “La sublevación de los ornitorrincos”, Manual de literatura para caníbales, Debate, Barcelona, 200, pp. 36-38.

[1] Entre ellos el premio Nobel. Paz hizo famosa la paradoja de “la tradición de la ruptura”. Léase, por ejemplo. Los hijos del limo.

martes, 17 de junio de 2008

[Sobre la acera...]




Guillermo
Espinosa
Río
Sobre la acera
descubres la rayuela.
No pases, juega.



Aldea poética III, Haiku, Ópera prima, Madrid, 2005.

domingo, 15 de junio de 2008

LA VIEJA PÁLIDA, José María Merino

LA VIEJA PÁLIDA




Me llamo Juan Macael y soy descuidero. El Chato Mori­llas, que tanto me enseñé, decía que es una profesión tan antigua y tan importante que hasta hubo un dios dedicado a proteger a nuestros antepasados. Vista aguda, manos seguras y rápidas, ánimo sereno, capacidad de improvisar. «Ante todo, sangre fría», repetía el Chato Morillas, «como te aturdas estás perdido». No hace mucho que, en uno de los trayectos de la Periferia norte, un paciente al que yo acababa de extirpar la cartera se dio cuenta de la pérdida y empezó a gritar: «¡Conductor, que me acaban de robar! ¡No abra las puertas!». El autobús iba repleto, el conductor lo detuvo junto a una parada y se escuchó su voz: «Aquí nos quedamos hasta que llegue la policía». Pasaron unos minutos, comprendí que estaba en un trance peligroso, pero recordé las enseñanzas de mi maestro. Me agaché simulando que recogía algo del suelo y alcé la cartera en la mano, mientras daba grandes voces: «¡Aquí hay una carte­ra!». El propietario la abrió y comprobó que no faltaba nada. Estaba tan aliviado que no pensó en nada más. «¿Es que vamos a quedarnos encerrados toda la mañana?», volví a gritar yo, «¡abra las puertas, conductor! ¡Hay gente que tiene cosas que hacer!». En cuanto se abrieron las puertas, salí con rapidez. Pero los años han pasado y aunque no pierdo los nervios venga lo que venga, ya mi vista no tiene la finura de antaño. Mis dedos siguen siendo precisos, así haga la pinza con el índice y el corazón, la tenaza con el pulgar y cualquiera de los otros o utilice la palma entera para el resbalón, arrastrando lo que deba arrastrar, pero ya noto los huesos de las piernas y no puedo doblar demasia­do la cintura sin peligro de algún tirón. A veces, la ciática me ha tenido de baja durante una temporada y si no me he retirado todavía es porque, pese a mi edad, no puedo vivir sin trabajar. De manera que sigo haciendo lo mío día tras día, cambiando de línea, como es natural, y aprovechando las horas punta y las jornadas en que hay más turistas. En verano me voy a la playa y es cuando más recaudo, por la facilidad de la poca ropa y esa alegría de las vacaciones que tan descuidada pone a la gente. Yo no soy de aquí y me siento un poco agobiado en esta ciudad, pues las líneas de autobús no son demasiadas, ni demasiados los conductores y los inspectores, de modo que corro el peligro de que pronto acaben descubriendo los motivos de mis frecuentes viajes. Cuando eso empieza a ocurrir, tengo que irme a otra ciudad. Lo he hecho tres veces y cada vez me ha resultado menos agradable cambiar de lugar de trabajo, pues con los años uno se acostumbra a ciertas rutinas, le acaba cogien­do gusto al barrio en el que vive, a su casa, y hasta a la gente del bar donde ve el fútbol por la tele o juega la partida de dominó. Al fin y al cabo, tuve que dejar la gran ciudad, con sus infinitas líneas de autobús, y el metro, y los ferrocarri­les de cercanías, porque los de una banda me dieron aviso de que tenía que pagar una cuota. «No le doy nada a Hacienda, que al fin y al cabo es el Estado y paga con ello a los maestros y a los sanitarios, como para pagaros a vosotros». Me marché de allí antes de que intentaran conven­cerme a palos. Así fue como me vine a trabajar a provin­cias, pero lo cierto es que ya no estoy en edad para una labor tan delicada. Si fuese más joven no me habría suce­dido esto que me ha pasado, no habría cometido un error tan grave. Fue la tarde del viernes, cuando la mayoría de la gente trabajadora regresa a su casa con la ilusión de la liber­tad y el descanso del fin de semana. El autobús era uno de la ruta del río. Estaba yo estudiando a los pasajeros cuando subió, con bastante esfuerzo, una vieja flaca, vestida de negro de los pies a la cabeza como las ancianas de mi infan­cia, que llevaba un gran bolso colgado del brazo. La vieja fue avanzando entre los pasajeros y pude advertir que el bolso no estaba cerrado con cremallera y que relucía den­tro la esquina de un sobre. Le cedí el asiento y permanecí de pie a su lado. Era una vieja muy pálida y arrugada. El pañuelo que cubría su cabeza dejaba asomar las canas ralas y amarillentas. Su aspecto era de algo pasado sin remedio y desprendía un tufillo rancio, a pan viejo y orines. Puso el bolso sobre sus piernas huesudas y pude observar mejor su contenido, bolsas de plástico que dejaban adivinar la forma de alguna verdura, envoltorios de periódico. El sobre esta­ba colocado encima de todo. Por las fechas, imaginé que contenía su pensión. Me engañó la vista, pues hace años hubiera descubierto enseguida las pequeñas arrugas que denotan si un sobre lleva dinero dentro. Una pensión es siempre algo suculento para un descuidero. Además, en esta profesión no puede haber sentimentalismos, la prime­ra regla es apropiarse de todo lo que valga, y en el caso de que se ofrezcan diversas alternativas elegir la menos dificul­tosa, siempre que parezca rentable. Entre un niño y un adulto, ante la misma cantidad, se opera al niño. Y en esto no hay pobres ni ricos, sino gente que lleva o que no lleva. Si fuésemos a considerar la edad o la condición social de los pacientes, nuestro trabajo sería muy complicado. Además, quitarle a una vieja su pensión no es fastidiarla para toda la vida. Un mes pasa enseguida y la gente acaba arreglándo­selas, bien o mal. El caso es que, aprovechando un frenazo, hice la pinza, escamoteé el sobre con toda limpieza y me bajé en la siguiente parada. Pero el sobre no contenía dine­ro, ni un talón, que es lo que pensé desde el momento de tocarlo. Lo abrí al llegar a casa y dentro había un papel doblado. En letras mayúsculas, estaban impresas cuatro palabras: TE QUEDAN TRES DÍAS. Al principio pensé que era una broma, pero yo a aquella vieja no la conocía de nada. Por la tarde, en el bar, se lo enseñé a los de la parti­da por si veían alguna explicación, pero para todos era solo un papel en blanco, aunque yo veía claramente las cuatro palabras impresas: TE QUEDAN TRES DÍAS. Ni me acorda­ba del dichoso papel al día siguiente, ayer, cuando me levanté de la cama, pero me llevé una sorpresa al ver que el mensaje del papel había cambiado ligeramente: TE QUE­DAN DOS DÍAS, ponía, con unas letras gordas y bien negras. Creo que cualquiera se hubiera asustado y yo lo hice. Me quedé un rato sentado con el papel en la mano y por fin decidí buscar a la vieja pálida, devolverle el sobre con el papel y darle treinta euros, para que me perdonase las molestias. Así que me pasé la mañana y la tarde cam­biando de línea de autobús, hasta recorrérmelas todas, pero no fui capaz de dar con ella. En ese afán descuidé mi tra­bajo, cuando acabó la jornada no había recaudado ni un euro, estaba muy cansado, apenas había comido y ni siquiera me quedaban ganas de ir al bar. Hoy, en ese papel que sólo yo puedo leer dice TE QUEDA UN DÍA. Se puede suponer que leerlo no me ha mejorado el humor. Además, he echado una mirada por la ventana para ver cómo está el tiempo y he descubierto a la vieja pálida en la acera, el ros­tro vuelto hacia aquí. Vamos a ver qué pasa con este día último que me anuncia el papel. Para empezar, he resuelto no salir a la calle y luego me he puesto a escribir esto en el cuaderno de las cuentas, como una especie de memoria o testimonio de la aventura tan rara que estoy viviendo, A veces me asomo a la ventana y veo que la vieja pálida sigue ahí, plantada en la acera y mirando en mi dirección. He comido un poco, me he echado la siesta, he soñado que extirpaba a un hombre gordo una cartera hinchada de billetes delante de la catedral, pero el despertar me ha devuelto la desazón del día y la figura de esa vieja pálida plantada debajo de mi casa. Cuando se acerca la medianoche alguien llama a la puerta del piso dando golpes sucesi­vos: suena como si golpeasen con algo de madera, o de hueso. He echado un vistazo por la mirilla y he percibido la cabeza de la vieja pálida al otro lado de la puerta. A la luz pobre del descansillo su rostro es una mancha blanca en que las órbitas de los ojos forman dos oquedades oscuras. Ya no deja de golpear la puerta y comprendo que tengo que abrir. Aquí termina esta historia.



JOSÉ MARÍA MERINO, La vieja pálida, Relatos para leer en el autobús, Cuentos del vigía, Granada, 2006.

viernes, 6 de junio de 2008

UN PÁJARO EN EL ALAMBRE, Leonard Cohen

Bird on the Wire

Like a bird on the wire
Like a drunk in a midnight choir
I have tried in my way to be free

Like a worm on a hook
Like a knight from some old fashioned book
I have saved all my ribbons for thee

If I, if I have been unkind
I hope that you can just let it go by
If I, if I have been untrue
I hope you know it was never to you

Like a baby, stillborn
Like a beast with his horn
I have torn everyone who reached out for me

But I swear by this song
And by all that I have done wrong
I will make it all up to thee

I saw a beggar leaning on his wooden crutch
He said to me, "You must not ask for so much."
And a pretty woman leaning in her darkened door
She cried to me, "Hey, why not ask for more?"

Oh like a bird on the wire
Like a drunk in a midnight choir
I have tried in my way to be free











En el alambre

Como un gorrión en el alambre,
o un borracho en el coro esta noche,
a mi modo
ser libre intenté.

Como un gusano en el anzuelo,
un caballero de tiempos pasados,
para ti mil detalles salvé.

Y si no te supe complacer
seguro que puedes dejarlo correr.
Y si nunca jamás dije la verdad,
espero que nunca pienses que te mentí.

Como un recién nacido,
como un animal asesino...
he mordido la mano que me da de comer.

Y prometo por mis muertos,
por todo lo que hice mucho peor,
desenredarlo todo para ti.

Y un hombre envuelto en papel de fumar
me dijo "no preguntes de más"
y una babe maybe esperándome en el burdel
rogándome, suplicándome
¿no quieres un poquito más?

Como un gorrión en el alambre,
o un borracho en el coro esta noche,
a mi modo
ser libre intenté.

martes, 3 de junio de 2008

SEÑOR SILICOSO

-¿Quién puede mostrar interés por este mísero enlace? -dijo irritante la señora interrogación.
-Cualquiera -respondieron al unísono las siamesas comillas.
-Tengo mis dudas -replicó la interrogación con el enojo del que es siempre comparado, en la apoteosis más cursi, con un cisne.
-¡Nos visita gente muy rara!-dijo con esfuerzo por hacerse oír la primera de las siamesas.
-Alejandro, Diego, Raquel, Andrés, Lucía, Ángela...
-¡Calla, calla!, que te olvidarás a alguien...-replicó con diplomático afán su benjamina.
-Sabela, Uxía, Noela, Zeltía, María, Fátima, Cristina, Goretti...
-¿Por qué no os calláis? Oídme bien: esto no puede interesarle a nadie. ¿Dónde está una ilustración mínimamente atractiva? -dijo la relamida hueca.
-Sandra, Mónica, Nerea, Vanessa...
-Cállate, pesada: ¡Agotarás el santoral!, pero no podréis convencerme. Éste esfuerzo es en vano. ¿Qué etiqueta se le pone a esto? ¿Cómo lo llamarías tú?
-Soledad... -dijo en carrerilla la primogénita.
-¡Soledad! Ése es un buen nombre para describir nuestro estado -dijo vencida y meditabunda, sin ganas de ser retórica, la interrogación-. Tal vez merezcamos perder la libertad, que nos vuelvan a encerrar otros engreídos paréntesis.


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domingo, 1 de junio de 2008

REAL EMOTIONAL GIRL, Patricia O'Callaghan




PATRICIA O'CALLAGHAN, Real emotional girl, Teldec, 2000.


   Me interesó el repertorio de Real emotional girl: Leonard Cohen (Hallelujah es una de mis canciones favoritas), Bob Dylan, Kurt Weill...
   Después de Real emotional girl me interesa Patricia O'Callaghan.
   Lástima que los discos de esta canadiense sean aquí inconseguibles.