jueves, 29 de mayo de 2008

LA RAYUELA, Antonio Ventura & Leticia Ruifernández

LA RAYUELA



Entonces mis manos buscan hundirse en tu pelo.
Julio Cortázar.







Pablo lanzó la piedra con cuidado de no sobrepasar la raya de la siguiente casilla.











Siempre que sentía que iba a ganar la partida pensaba en el mismo deseo: que me quiera Marta.









Marta iba a la clase que estaba en el mismo pasillo, enfrente de la de Pablo.



Cuando a Pablo le quedaban sólo dos casillas para llegar al cielo, la piedra salió fuera, y Laura, otra compañera, ganó la partida.












Pablo y Marta en la clase de dibujo compartían una mesa grande, redonda, en la que podían colocar las cartulinas y en el centro las cajas de lápices o los botes de témpera y los pinceles.






Cuando llegaban, se ponían una bata blanca y, antes de comenzar a pintar, Marta se quitaba un anillo de plata que llevaba en el dedo corazón de la mano izquierda y, junto con el reloj, lo dejaba en una pequeña caja de latón al lado del bote de los pinceles.



















Cuando Marta jugaba la rayuela, también se quitaba el anillo y el reloj y los dejaba envueltos en un pañuelo, en el suelo, al lado de su mochila.






Laura, Sergio, Marta, Inés y Pablo comenzaron una nueva rayuela. Esta vez, pensaba el muchacho, ganaré la partida, pediré mi deseo y ...




















En clase, cuando Marta se acercaba a la maestra a enseñarle su dibujo, Pablo acariciaba aquel anillo plateado como si se tratara de un tesoro, incluso una vez lo besó.














Marta sabía que Pablo cogía su anillo cuando ella se ausentaba de la mesa. Cuando volvía, le miraba con una leve sonrisa hasta que Pablo sentía los ojos de ella sobre él, entonces levantaba la cabeza en busca de su mirada y Marta volvía a su trabajo como si no pasara nada.



























Era Marta la que ahora lanzaba la piedra y saltaba a la pata coja, una casilla tras otra, hasta... Sólo le quedaba el cielo; entonces, lanzó la piedra demasiado fuerte y ésta rodó lejos del dibujo que marcaba el juego de los niños.






Salió corriendo a por ella y se la pasó a Pablo, que iba a continuación. Él tiró la piedra sobre la primera casilla, levantó un pie y saltó, la lanzó a continuación sobre la segunda, volvió a saltar. Así, una y otra vez, sin que la piedra se saliera en ningún momento de las líneas que definían los sucesivos cuadrados, hasta alcanzar el último espacio: una casilla semicircular que simbolizaba el cielo y permitía, al primero que llegara, pedir un deseo.














Pablo sonrió pidiendo el deseo de que Marta le quisiera, mientras se agachaba a coger la piedra. En ese momento sintió que tenía algo en su mano, al abrirla descubrió el anillo de plata de la niña. Cuando levantó la vista, marta le estaba mirando con la sonrisa con la que siempre soñó.



ANTONIO VENTURA & LETICIA RUIFERNÁNDEZ, La Rayuela, KóKINOS, Madrid, 2006.

CICLO, Juan Bonilla

Ciclo


En una habitación de un hotel en las afueras. Las luces de los coches reptan por el techo como serpientes sorprendidas, y el foco policial de la luna perfo­ra el aire sombrío con una franja de luz coagulada que se estrella contra un montón de ropa sucia. En un rincón, sobre baldosas desgastadas, una mujer, a la que las pústulas y la desnutrición no han logrado disimularle enteramente la belle­za, se acaba de inyectar heroína en un tobillo. La droga no tarda en difundir sosiego por su cuerpo diezmado, colgando piedras de sus párpados, disecando fantasmas en su cerebro, obturando de flema sus intestinos, borrando alrededor todas las cosas con una gasa negra.
El viento le arranca a los árboles una canción antigua que en el interior de la mujer se transforma en la nana con la que su madre la acunaba. Débilmente sus labios la tararean, mientras va hundiéndose en un abismo de sueño o inconsciencia. La noche transcurre con la lentitud de una guerra perdida y humillante.
A alguna hora de la madrugada alguien empuja la puerta entreabierta y entra en la habitación y enciende la luz que en la embaucada percepción de la mujer es el sol matinal que incendiaba el aire de su cuarto en la infancia. Un hombre, con voz que ha renunciado a cualquier énfasis, pronuncia el nombre de la mujer, y esa voz es la de su hermano que la rescata de la duermevela porque es hora de ir al colegio.
El hombre agita a la mujer. Trata de ponerla en pie. Va a por un vaso de agua en el que moja su pañuelo para rociarle las sienes y la frente. Escruta con sus dedos el pulso. Avisa por teléfono a una ambulancia mientras de la frente de la mujer resba­lan lentas gotas que la ubican en la tarde húmeda, hematomas amenazantes nave­gando por el cielo, en la que murió su madre.
La asistencia médica no demora mucho. Unos minutos en los que el hombre se ha dedicado a adecentar un poco el cuarto al que hacía meses que no iba, sin mirar siquiera a la mujer que un par de horas antes dejó en su contestador un mensaje con el que se despedía para siempre.
El estrépito de la ambulancia enciende luces en la fachada del hotel y asoma a las puertas de las habitaciones a parejas cubiertas con sábanas y viajantes de comercio que se retiran las legañas y se preguntan unos a otros qué coño está ocurriendo.
En tanto tratan de asistir a la mujer, ésta ha emprendido viaje hacia la recóndita aldea en la que residirá junto a su hermano pequeño y a su padre, un hombre ente­co, pelo híspido sobre el bozo, piel rugosa. No deja de oír el sonido que hace el cuerpo de su madre al descomponerse bajo tierra. Un sonido extraño, abismal, de planeta que se mueve, de gigante que regurgita o montaña que se quiebra. Huele a hierba fresca a la que alienta la recién estrenada primavera. Contempla un horizonte de sierras canas, un cielo alto al que sólo lastima de vez en cuando la estría de humo que deja un avión. Pero ese sonido...
La ingresan en la ambulancia. En la fachada del hotel se apagan las luces. No tar­darán en renovarse los gemidos y los ronquidos. En el interior del vehículo los enfermeros se intercambien gestos de deses­peranza. Resulta inútil todo esfuerzo. Ha muerto, pronuncia una doctora con una voz lúgubre que se corresponde con la de la maestra de la aldea que oía sus desolados proyectos de huida con los ojos anegados y los labios sellados por una sonrisa compren­siva.
La ambulancia se precipita por calles anestesiadas que conducen a un Hospital que fulge entre edificios en construcción. Antes de que la introduzcan en una sala congelada en la que se alinean otros cuerpos yertos a la espera de ser amortajados, el hombre, en cuyo contestador automático dejó grabadas sus palabras postreras, deposita un beso en su boca aterida, le acaricia la frente y las mejillas y esa boca y esa mano son las de Ernesto, un muchacho de ojos violetas y pelo rizado que inauguró su cuerpo, y le confesó que la amaba, y le propuso fugarse lejos, donde no pudieran encontrarlo.
Ahora la obscuridad y el frío de la sala son los mismos que los de su habitación adolescente, en las tajantes noches de invier­no, en las que sentía cómo el cuerpo de su madre degeneraba hacia el esqueleto, cómo se marchitaba ella misma consumida por los anhelos de una huida imposible. Tiene miedo. Las persianas echadas, los postigos clausurados, no filtran un solo renglón de luna. Oye pasos que crujen la madera del suelo y se acercan a su alcoba. Pero ese sonido lo produce el celador que se ha inter­nado en la sala congelada de manera furtiva tal y como cada madrugada se metía un repugnante olor a anís en su habitación.
El celador, un hombre enteco, pelo híspido sobre el bozo, piel rugosa, coloca sus manos hirvientes sobre el muslo de la mujer y las pasea arriba y abajo por su cuerpo acri­billado de pinchazos. La mujer quiere gritar pero ahoga ese deseo, porque sabe que será peor: ha de dejar que el visitante se meta en la cama, la acaricie, le diga cuánto le recuer­da a su madre, y la penetre al fin, como la penetra el celador que antes de derramarse en su vientre estéril, antes de que el mundo se apague al fin y cese ese sonido que corrompe al cadáver de su madre para comenzar a corromper el suyo, le susurra con la astillada voz de su padre: «vamos, putita, vamos, a ti ya te da lo mismo».





JUAN BONILLA



Ciclo, en Sin embargo, Revista de creación, Huelva—Sevilla, núm. 6 y 7, Febrero de 1997, pp. 30-31.

miércoles, 28 de mayo de 2008

REUNIÓN, Julio Cortázar

Recordé un viejo cuento de Jack London, donde el protagonista,
apoyado en un tronco de árbol, se dispone a acabar con dignidad su vida.
Ernesto «Che Guevara, en La sierra y el llano, La Habana, 1961.


Nada podía andar peor, pero al menos ya no estábamos en la maldita lancha, entre vómitos y golpes de mar y pedazos de galleta mojada, entre ametralladoras y babas, hechos un asco, consolándonos cuando podíamos con el poco tabaco que se conservaba seco porque Luis (que no se llamaba Luis, pero habíamos jurado no acordarnos de nuestros nombres hasta que llegara el día) había tenido la buena idea de meterlo en una caja de lata que abríamos con más cuidado que si estuviera llena de escorpiones. Pero qué tabaco ni tragos de ron en esa condenada lancha, bamboleándose cinco días como una tortuga borracha, haciéndole frente a un norte que la cacheteaba sin lástima, y ola va y ola viene, los baldes despellejándonos las manos, yo con un asma del demonio y medio mundo enfermo, doblándose para vomitar como si fueran a partirse por la mitad. Hasta Luis, la segunda noche, una bilis verde que le sacó las ganas de reírse, entre eso y el norte que no nos dejaba ver el faro de Cabo Cruz, un desastre que nadie se había imaginado; y llamarle a eso una expedición de desembarco era como para seguir vomitando pero de pura tristeza. En fin, cualquier cosa con tal de dejar atrás la lancha, cualquier cosa aunque fuera lo que nos esperaba en tierra —pero sabíamos que nos estaba esperando y por eso no importaba tanto—, el tiempo que se compone justamente en el peor momento y zas la avioneta de reconocimiento, nada que hacerle, a vadear la ciénaga o lo que fuera con el agua hasta las costillas buscando el abrigo de los sucios pastizales, de los mangles, y yo como un idiota con mi pulverizador de adrenalina para poder seguir adelante, con Roberto que me llevaba el Springfield[1] para ayudarme a vadear mejor la ciénaga (si era una ciénaga, porque a muchos ya se nos había ocurrido que a lo mejor habíamos errado el rumbo y que en vez de tierra firme habíamos hecho la estupidez de largarnos en algún cayo fangoso dentro del mar, a veinte millas de la isla...); y todo así, mal pensado y peor dicho, en una continua confusión de actos y nociones, una mezcla de alegría inexplicable y de rabia contra la maldita vida que nos estaban dando los aviones y lo que nos esperaba del lado de la carretera si llegábamos alguna vez, si estábamos en una ciénaga de la costa y no dando vueltas como alelados en un circo de barro y de total fracaso para diversión del babuino en su Palacio.
Ya nadie se acuerda cuánto duró, el tiempo lo medíamos por los claros entre los pastizales, los tramos donde podían ametrallarnos en picada, el alarido que escuché a mi izquierda, lejos, y que creo fue de Roque (a él le puedo dar su nombre, a su pobre esqueleto entre las lianas y los sapos), porque de los planes ya no quedaba más que la meta final, llegar a la Sierra y reunirnos con Luis si también él conseguía llegar; el resto se había hecho trizas con el norte, el desembarco improvisado, los pantanos. Pero seamos justos: algo se cumplía sincronizadamente, el ataque de los aviones enemigos. Había sido previsto y provocado: no falló. Y por eso, aunque todavía me doliera en la cara el aullido de Roque, mi maligna manera de entender el mundo me ayudaba a reírme por lo bajo (y me ahogaba todavía más, y Roberto me llevaba el Springfield para que yo pudiese inhalar adrenalina con la nariz casi al borde del agua, tragando más barro que otra cosa), porque si los aviones estaban ahí entonces no podía ser que hubiéramos equivocado la playa, a lo sumo nos habíamos desviado algunas millas, pero la carretera estaría detrás de los pastizales, y después el llano abierto y en el norte las primeras colinas. Tenía su gracia que el enemigo nos estuviera certificando desde el aire la bondad del desembarco.
Duró vaya a saber cuánto, y después fue de noche y éramos seis debajo de unos flacos árboles, por primera vez en terreno casi seco, mascando tabaco húmedo y unas pobres galletas. De Luis, de Pablo, de Lucas, ninguna noticia; desperdigados, probablemente muertos, en todo caso tan perdidos y mojados como nosotros. Pero me gustaba sentir cómo con el fin de esa jornada de batracio se me empezaban a ordenar las ideas, y cómo la muerte, más probable que nunca, no seria ya un balazo al azar en plena ciénaga sino una operación dialéctica en seco, perfectamente orquestada por las partes en juego. El ejército debía controlar la carretera, cercando los pantanos a la espera de que apareciéramos de a dos o de a tres, liquidados por el barro y las alimañas y el hambre. Ahora todo se veía clarísimo, tenía otra vez los puntos cardinales en el bolsillo, me hacia reír sentirme tan vivo y tan despierto al borde del epílogo. Nada podía resultarme más gracioso que hacer rabiar a Roberto recitándole al oído unos versos del viejo Pancho que le parecían abominables. «Si por lo menos nos pudiéramos sacar el barro», se quejaba el Teniente. «O fumar de verdad» (alguien, más a la izquierda, ya no sé quién, alguien que se perdió al alba). Organización de la agonía: centinelas, dormir por turnos, mascar tabaco, chupar galletas infladas como esponjas. Nadie mencionaba a Luis, el temor de que lo hubiesen matado era el único enemigo real, porque su confirmación nos anularía mucho más que el acoso, la falta de armas o las llagas en los pies. Sé que dormí un rato mientras Roberto velaba, pero antes estuve pensando que todo lo que habíamos hecho en esos días era demasiado insensato para admitir así de golpe la posibilidad de que hubieran matado a Luis. De alguna manera la insensatez tendría que continuar hasta el final, que quizá fuera la victoria, y en ese juego absurdo donde se había llegado hasta el escándalo de prevenir al enemigo que desembarcaríamos, no entraba la posibilidad de perder a Luis. Creo que también pensé que si triunfábamos, que si conseguíamos reunirnos otra vez con Luis, sólo entonces empezaría el juego en serio, el rescate de tanto romanticismo necesario y desenfrenado y peligroso. Antes de dormirme tuve como una visión: Luis junto a un árbol, rodeado por todos nosotros, se llevaba lentamente la mano a la cara y se la quitaba como si fuese una máscara. Con la cara en la mano se acercaba a su hermano Pablo, a mí, al Teniente, a Roque, pidiéndonos con un gesto que la aceptáramos, que nos la pusiéramos. Pero todos se iban negando uno a uno, y yo también me negué, sonriendo hasta las lágrimas, y entonces Luis volvió a ponerse la cara y le vi un cansancio infinito mientras se encogía de hombros y sacaba un cigarro del bolsillo de la guayabera. Profesionalmente hablando, una alucinación de la duermevela y la fiebre, fácilmente interpretable. Pero si realmente habían matado a Luis durante el desembarco, ¿quién subiría ahora a la Sierra con su cara? Todos trataríamos de subir pero nadie con la cara de Luis, nadie que pudiera o quisiera asumir la cara de Luis. «Los diádocos[2]», pensé ya entredormido. «Pero todo se fue al diablo con los diádocos, es sabido.»

Aunque esto que cuento pasó hace rato, quedan pedazos y momentos tan recortados en la memoria que sólo se pueden decir en presente, como estar tirado otra vez boca arriba en el pastizal, junto al árbol que nos protege del cielo abierto. Es la tercera noche, pero al amanecer de ese día franqueamos la carretera a pesar de los jeeps y la metralla. Ahora hay que esperar otro amanecer porque nos han matado al baqueano[3] y seguimos perdidos, habrá que dar con algún paisano que nos lleve adonde se pueda comprar algo de comer, y cuando digo comprar casi me da risa y me ahogo de nuevo, pero en eso como en lo demás a nadie se le ocurriría desobedecer a Luis, y la comida hay que pagarla y explicarle antes a la gente quiénes somos y por qué andamos en lo que andamos. La cara de Roberto en la choza abandonada de la loma, dejando cinco pesos debajo de un plato a cambio de la poca cosa que encontramos y que sabía a cielo, a comida en el Ritz si es que ahí se come bien. Tengo tanta fiebre que se me va pasando el asma, no hay mal que por bien no venga, pero pienso de nuevo en la cara de Roberto dejando los cinco pesos en la choza vacía, y me da un tal ataque de risa que vuelvo a ahogarme y me maldigo. Habría que dormir, Tinti monta la guardia, los muchachos descansan unos contra otros, yo me he ido un poco más lejos porque tengo la impresión de que los fastidio con la tos y los silbidos del pecho, y además hago una cosa que no debería hacer, y es que dos o tres veces en la noche fabrico una pantalla de hojas y meto la cara por debajo y enciendo despacito el cigarro para reconciliarme un poco con la vida.
En el fondo lo único bueno del día ha sido no tener noticias de Luis, el resto es un desastre, de los ochenta nos han matado por lo menos a cincuenta o sesenta; Javier cayó entre los primeros, el Peruano perdió un ojo y agonizó tres horas sin que yo pudiera hacer nada, ni siquiera rematarlo cuando los otros no miraban. Todo el día temimos que algún enlace (hubo tres con un riesgo increíble, en las mismas narices del ejército) nos trajera la noticia de la muerte de Luis. Al final es mejor no saber nada, imaginarlo vivo, poder esperar todavía. Fríamente peso las posibilidades y concluyo que lo han matado, todos sabemos cómo es, de qué manera el gran condenado es capaz de salir al descubierto con una pistola en la mano, y el que venga atrás que arree. No, pero López lo habrá cuidado, no hay como él para engañarlo a veces, casi como a un chico, convencerlo de que tiene que hacer lo contrario de lo que le da la gana en ese momento. Pero y si López... Inútil quemarse la sangre, no hay elementos para la menor hipótesis, y además es rara esta calma, este bienestar boca arriba como si todo estuviera bien así, como si todo se estuviera cumpliendo (casi pensé: «consumando», hubiera sido idiota) de conformidad con los planes. Será la fiebre o el cansancio, será que nos van a liquidar a todos como a sapos antes de que salga el sol. Pero ahora vale la pena aprovechar de este respiro absurdo, dejarse ir mirando el dibujo que hacen las ramas del árbol contra el cielo más claro, con algunas estrellas, siguiendo con ojos entornados ese dibujo casual de las ramas y las hojas, esos ritmos que se encuentran, se cabalgan y se separan, y a veces cambian suavemente cuando una bocanada de aire hirviendo pasa por encima de las copas, viniendo de las ciénagas. Pienso en mi hijo pero está lejos, a miles de kilómetros, en un país donde todavía se duerme en la cama, y su imagen me parece irreal, se me adelgaza y pierde entre las hojas del árbol, y en cambio me hace tanto bien recordar un tema de Mozart que me ha acompañado desde siempre, el movimiento inicial del cuarteto La caza, la evocación del halalí en la mansa voz de los violines, esa trasposición de una ceremonia salvaje a un claro goce pensativo. Lo pienso, lo repito, lo canturreo en la memoria, y siento al mismo tiempo cómo la melodía y el dibujo de la copa del árbol contra el cielo se van acercando, traban amistad, se tantean una y otra vez hasta que el dibujo se ordena de pronto en la presencia visible de la melodía, un ritmo que sale de una rama baja, casi a la altura de mi cabeza, remonta hasta cierta altura y se abre como un abanico de tallos, mientras el segundo violín es esa rama delgada que se yuxtapone para confundir sus hojas en un punto situado a la derecha, hacia el final de la frase, y dejarla terminar para que el ojo descienda por el tronco y pueda, si quiere, repetir la melodía. Y todo eso es también nuestra rebelión, es lo que estamos haciendo aunque Mozart y el árbol no puedan saberlo, también nosotros a nuestra manera hemos querido trasponer una torpe guerra a un orden que le dé sentido, la justifique y en último término la lleve a una victoria que sea como la restitución de una melodía después de tantos años de roncos cuernos de caza, que sea ese alegro final que sucede al adagio como un encuentro con la luz. Lo que se divertiría Luis si supiera que en este momento lo estoy comparando con Mozart, viéndolo ordenar poco a poco esta insensatez, alzarla hasta su razón primordial que aniquila con su evidencia y su desmesura todas las prudentes razones temporales. Pero qué amarga, qué desesperada tarea la de ser un músico de hombres, por encima del barro y la metralla y el desaliento urdir ese canto que creíamos imposible, el canto que trabará amistad con la copa de los árboles, con la tierra devuelta a sus hijos. Sí, es la fiebre. Y cómo se reiría Luis aunque también a él le guste Mozart, me consta.
Y así al final me quedaré dormido, pero antes alcanzaré a preguntarme si algún día sabremos pasar del movimiento donde todavía suena el halalí del cazador, a la conquistada plenitud del adagio y de ahí al alegro final que me canturreo con un hilo de voz, si seremos capaces de alcanzar la reconciliación con todo lo que haya quedado vivo frente a nosotros. Tendríamos que ser como Luis, no ya seguirlo sino ser como él, dejar atrás inapelablemente el odio y la venganza, mirar al enemigo como lo mira Luis, con una implacable magnanimidad que tantas veces ha suscitado en mi memoria (pero esto, ¿cómo decírselo a nadie?) una imagen de pantocrátor[4], un juez que empieza por ser el acusado y el testigo y que no juzga, que simplemente separa las tierras de las aguas para que al fin, alguna vez, nazca una patria de hombres en un amanecer tembloroso, a orillas de un tiempo más limpio.

Pero otra que adagio, si con la primera luz se nos vinieron encima por todas partes, y hubo que renunciar a seguir hacia el noroeste y meterse en una zona mal conocida, gastando las últimas municiones mientras el Teniente con un compañero se hacia fuerte en una loma y desde ahí les paraba un rato las patas, dándonos tiempo a Roberto y a mí para llevarnos a Tinti herido en un muslo y buscar otra altura más protegida donde resistir hasta a noche. De noche ellos no atacaban nunca, aunque tuvieran bengalas y equipos eléctricos, les entraba como un pavor de sentirse menos protegidos por el número y el derroche de armas; pero para la noche faltaba casi todo el día, y éramos apenas cinco contra esos muchachos tan valientes que nos hostigaban para quedar bien con el babuino, sin contar los aviones que a cada rato picaban en los claros del monte y estropeaban cantidad de palmas con sus ráfagas.
A la media hora el Teniente cesó el fuego y pudo reunirse con nosotros, que apenas adelantábamos camino. Como nadie pensaba en abandonar a Tinti, porque conocíamos de sobra el destino de los prisioneros, pensamos que ahí, en esa ladera y en esos matorrales íbamos a quemar los últimos cartuchos. Fue divertido descubrir que los regulares atacaban en cambio una loma bastante más al este, engañados por un error de la aviación, y ahí nomás nos largamos cerro arriba por un sendero infernal, hasta llegar en dos horas a una loma casi pelada donde un compañero tuvo el ojo de descubrir una cueva tapada por las hierbas, y nos plantamos resollando después de calcular una posible retirada directamente hacia el norte, de peñasco en peñasco, peligrosa pero hacia el norte, hacia la Sierra donde a lo mejor ya habría llegado Luis.
Mientras yo curaba a Tinti desmayado, el Teniente me dijo que poco antes del ataque de los regulares al amanecer había oído un fuego de armas automáticas y de pistolas hacia el poniente. Podía ser Pablo con sus muchachos o a lo mejor el mismo Luis. Teníamos la razonable convicción de que los sobrevivientes estábamos divididos en tres grupos, y quizás el de Pablo no anduviera tan lejos. El Teniente me preguntó si no valdría la pena intentar un enlace al caer la noche.
—Si vos me preguntáis eso es porque te estás ofreciendo para ir—le dije. Habíamos acostado a Tinti en una cama de hierbas secas, en la parte más fresca de la cueva, y fumábamos descansando. Los otros dos compañeros montaban guardia afuera.
—Te figuras—dijo el Teniente, mirándome divertido—. A mí estos paseos me encantan, chico.
Así seguimos un rato, cambiando bromas con Tinti que empezaba a delirar, y cuando el Teniente estaba por irse entró Roberto con un serrano y un cuarto de chivito asado. No lo podíamos creer, comimos como quien se come a un fantasma, hasta Tinti mordisqueó un pedazo que se le fue a las dos horas junto con la vida. El serrano nos traía la noticia de la muerte de Luis; no dejamos de comer por eso, pero era mucha sal para tan poca carne, él no lo había visto aunque su hijo mayor, que también se nos había pegado con una vieja escopeta de caza, formaba parte del grupo que había ayudado a Luis y a cinco compañeros a vadear un río bajo la metralla y estaba seguro de que Luis había sido herido casi al salir del agua y antes de que pudiera ganar las primeras matas. Los serranos habían trepado al monte que conocían como nadie, y con ellos dos hombres del grupo de Luis, que llegarían por la noche con las armas sobrantes y un poco de parque.
El Teniente encendió otro cigarro y salió a organizar el campamento y a conocer mejor a los nuevos; yo me quedé al lado de Tinti que se derrumbaba lentamente, casi sin dolor. Es decir que Luis había muerto, que el chivito estaba para chuparse los dedos, que esa noche seriamos nueve o diez hombres y que tendríamos municiones para seguir peleando. Vaya novedades. Era como una especie de locura fría que por un lado reforzaba el presente con hombres y alimentos, pero todo eso para borrar de un manotazo el futuro, la razón de esa insensatez que acababa de culminar con una noticia y un gusto a chivito asado. En la oscuridad de la cueva, haciendo durar largo mi cigarro, sentí que en ese momento no podía permitirme el lujo de aceptar la muerte de Luis, que solamente podía manejarla como un dato más dentro del plan de campaña, porque si también Pablo había muerto el jefe era yo por voluntad de Luis, y eso lo sabían el Teniente y todos los compañeros, y no se podía hacer otra cosa que tomar el mando y llegar a la Sierra y seguir adelante como si no hubiera pasado nada. Creo que cerré los ojos, y el recuerdo de mi visión fue otra vez la visión misma, y por un segundo me pareció que Luis se separaba de su cara y me la tendía, y yo defendí mi cara con las dos manos diciendo: «No, no, por favor no, Luis», y cuando abrí los ojos el Teniente estaba de vuelta mirando a Tinti que respiraba resollando, y le oí decir que acababan de agregársenos dos muchachos del monte, una buena noticia tras otra, parque y boniatos fritos, un botiquín, los regulares perdidos en las colinas del este, un manantial estupendo a cincuenta metros. Pero no me miraba en los ojos, mascaba el cigarro y parecía esperar que yo dijera algo, que fuera yo el primero en volver a mencionar a Luis.
Después hay como un hueco confuso, la sangre se fue de Tinti y él de nosotros, los serranos se ofrecieron para enterrarlo, yo me quedé en la cueva descansando aunque olía a vómito y a sudor frío, y curiosamente me dio por pensar en mi mejor amigo de otros tiempos, de antes de esa cesura en mi vida que me había arrancado a mi país para lanzarme a miles de kilómetros, a Luis, al desembarco en la isla, a esa cueva. Calculando la diferencia de hora imaginé que en ese momento, miércoles, estaría llegando a su consultorio, colgando el sombrero en la percha, echando una ojeada al correo. No era una alucinación, me bastaba pensar en esos años en que habíamos vivido tan cerca uno de otro en la ciudad, compartiendo la política, las mujeres y los libros, encontrándonos diariamente en el hospital; cada uno de sus gestos me era tan familiar, y esos gestos no eran solamente los suyos sino que abarcaban todo mi mundo de entonces, a mí mismo, a mi mujer, a mi padre, abarcaban mi periódico con sus editoriales inflados, mi café a mediodía con los médicos de guardia, mis lecturas y mis películas y mis ideales.
Me pregunté qué estaría pensando mi amigo de todo esto, de Luis o de mí, y fue como si viera dibujarse la respuesta en su cara (pero entonces era la fiebre, habría que tomar quinina), una cara pagada de sí misma, empastada por la buena vida y las buenas ediciones y la eficacia del bisturí acreditado. Ni siquiera hacía falta que abriera la boca para decirme yo pienso que tu revolución no es más que... No era en absoluto necesario, tenía que ser así, esas gentes no podían esperar una mutación que ponía en descubierto las verdaderas razones de su misericordia fácil y a horario, de su caridad reglamentada y a escote, de su bonhomía entre iguales, de su antirracismo de salón pero cómo la nena se va a casar con ese mulato, che, de su catolicismo con dividendo anual y efemérides en las plazas embanderadas, de su literatura de tapioca, de su folklorismo en ejemplares numerados y mate con virola de plata, de sus reuniones de cancilleres genuflexos, de su estúpida agonía inevitable a corto o largo plazo (quinina, quinina, y de nuevo el asma). Pobre amigo, me daba lástima imaginarlo defendiendo como un idiota precisamente los falsos valores que iban a acabar con él o en el mejor de los casos con sus hijos; defendiendo el derecho feudal a la propiedad y a la riqueza ilimitada, él que no tenía más que su consultorio y una casa bien puesta, defendiendo los principios de la Iglesia cuando el catolicismo burgués de su mujer no había servido más que para obligarlo a buscar consuelo en las amantes, defendiendo una supuesta libertad individual cuando la policía cerraba las universidades y censuraba las publicaciones, y defendiendo por miedo, por el horror al cambio, por el escepticismo y la desconfianza que eran los únicos dioses vivos en su pobre país perdido. Y en eso estaba cuando entró el Teniente a la carrera y me gritó que Luis vivía, que acababan de cerrar un enlace con el norte, que Luis estaba más vivo que la madre de la chingada, que había llegado a lo alto de la Sierra con cincuenta guajiros y todas las armas que les habían sacado a un batallón de regulares copado en una hondonada, y nos abrazamos como idiotas y dijimos esas cosas que después, por largo rato, dan rabia y vergüenza y perfume, porque eso y comer chivito asado y echar para adelante era lo único que tenía sentido, lo único que contaba y crecía mientras no nos animábamos a mirarnos en los ojos y encendíamos cigarros con el mismo tizón, con los ojos clavados atentamente en el tizón y secándonos las lágrimas que el humo nos arrancaba de acuerdo con sus conocidas propiedades lacrimógenas.

Ya no hay mucho que contar, al amanecer uno de nuestros serranos llevó al Teniente y a Roberto hasta donde estaban Pablo y tres compañeros, y el Teniente subió a Pablo en brazos porque tenía los pies destrozados por las ciénagas. Ya éramos veinte, me acuerdo de Pablo abrazándome con su manera rápida y expeditiva, y diciéndome sin sacarse el cigarrillo de la boca: “Si Luis está vivo, todavía podemos vencer”, y yo vendándole los pies que era una belleza, y los muchachos tomándole el pelo porque parecía que estrenaba zapatos blancos y diciéndole que su hermano lo iba a regañar por ese lujo intempestivo. «Que me regañe», bromeaba Pablo fumando como un loco, «para regañar a alguien hay que estar vivo, compañero, y ya oíste que está vivo, vivito, está más vivo que un caimán, y vamos arriba ya mismo, mira que me has puesto vendas, vaya lujo...» Pero no podía durar, con el sol vino el plomo de arriba y abajo, ahí me tocó un balazo en la oreja que si acierta dos centímetros más cerca, vos, hijo, que a lo mejor leés todo esto, te quedás sin saber en las que anduvo tu viejo. Con la sangre y el dolor y el susto las cosas se me pusieron estereoscópicas, cada imagen seca y en relieve, con unos colores que debían ser mis ganas de vivir y además no me pasaba nada, un pañuelo bien atado y a seguir subiendo; pero atrás se quedaron dos serranos, y el segundo de Pablo con la cara hecha un embudo por una bala cuarenta y cinco. En esos momentos hay tonterías que se fijan para siempre; me acuerdo de un gordo, creo que también del grupo de Pablo, que en lo peor de la pelea quería refugiarse detrás de una caña, se ponía de perfil, se arrodillaba detrás de la caña, y sobre todo me acuerdo de ese que se puso a gritar que había que rendirse, y de la voz que le contestó entre dos ráfagas de Thompson, la voz del Teniente, un bramido por encima de los tiros, un: «¡Aquí no se rinde nadie, carajo!», hasta que el más chico de los serranos, tan callado y tímido hasta entonces, me avisó que había una senda a cien metros de ahí, torciendo hacia arriba y a la izquierda y yo se lo grité al Teniente y me puse a hacer punta con los serranos siguiéndome y tirando como demonios, en pleno bautismo de fuego y saboreándolo que era un gusto verlos, y al final nos fuimos juntando al pie de la seiba donde nacía el sendero y el serranito trepó y nosotros atrás, yo con un asma que no me dejaba andar y el pescuezo con más sangre que un chancho degollado, pero seguro de que también ese día íbamos a escapar y no sé por qué, pero era evidente como un teorema que esa misma noche nos reuniríamos con Luis.
Uno nunca se explicará cómo deja atrás a sus perseguidores, poco a poco ralea el fuego, hay las consabidas maldiciones y «cobardes, se rajan en vez de pelear», entonces de golpe es el silencio, los árboles que vuelven a aparecer como cosas vivas y amigas, los accidentes del terreno, los heridos que hay que cuidar, la cantimplora de agua con un poco de ron que corre de boca en boca, los suspiros, alguna queja, el descanso y el cigarro, seguir adelante, trepar siempre aunque se me salgan los pulmones por las orejas, y Pablo diciéndome oye, me los hiciste del cuarenta y dos y yo calzo del cuarenta y tres, compadre, y la risa, lo alto de la loma, el ranchito donde un paisano tenía un poco de yuca con mojo y agua muy fresca, y Roberto, tesonero y concienzudo, sacando sus cuatro pesos para pagar el gasto y todo el mundo, empezando por el paisano, riéndose hasta herniarse, y el mediodía invitando a esa siesta que había que rechazar como si dejáramos irse a una muchacha preciosa mirándole las piernas hasta lo último.

Al caer la noche el sendero se empinó y se puso más que difícil, pero nos relamíamos pensando en la posición que habían elegido Luis para esperarnos, por ahí no iba a subir ni un gamo. «Vamos a estar como en la iglesia», decía Pablo a mi lado, «hasta tenemos el armonio», y me miraba zumbón mientras yo jadeaba una especie de pasacaglia que solamente a él le hacia gracia. No me acuerdo muy bien de esas horas, anochecía cuando llegamos al último centinela y pasamos uno tras otro, dándonos a conocer y respondiendo por los serranos, hasta salir por fin al claro entre los árboles donde estaba Luis apoyado en un tronco, naturalmente con su gorra de interminable visera y el cigarro en la boca. Me costó el alma quedarme atrás, dejarlo a Pablo que corriera y se abrazara con su hermano, y entonces esperé que el Teniente y los otros fueran también y lo abrazaran, y después puse en el suelo el botiquín y el Springfield y con las manos en los bolsillos me acerqué y me quedé mirándolo, sabiendo lo que iba a decirme, la broma de siempre:
—Mira que usar esos anteojos—dijo Luis.
—Y vos esos espejuelos—le contesté, y nos doblamos de risa, y su quijada contra mi cara me hizo doler el balazo como el demonio, pero era un dolor que yo hubiera querido prolongar más allá de la vida.
—Así que llegaste, che—dijo Luis.
Naturalmente, decía «che» muy mal.
—¿Qué tú crees?—le contesté, igualmente mal. Y volvimos a doblarnos como idiotas, y medio mundo se reía sin saber por qué. Trajeron agua y las noticias, hicimos la rueda mirando a Luis, y sólo entonces nos dimos cuenta de cómo había enflaquecido y cómo le brillaban los ojos detrás de los jodidos espejuelos.
Más abajo volvían a pelear, pero el campamento estaba momentáneamente a cubierto. Se pudo curar a los heridos, bañarse en el manantial, dormir, sobre todo dormir, hasta Pablo que tanto quería hablar con su hermano. Pero como el asma es mi amante y me ha enseñado a aprovechar la noche, me quedé con Luis apoyado en el tronco de un árbol, fumando y mirando los dibujos de las hojas contra el cielo, y nos contamos de a ratos lo que nos había pasado desde el desembarco, pero sobre todo hablamos del futuro, de lo que iba a empezar cuando llegara el día en que tuviéramos que pasar del fusil al despacho con teléfonos, de la sierra a la ciudad, y yo me acordé de los cuernos de caza y estuve a punto de decirle a Luis lo que había pensado aquella noche, nada más que para hacerlo reír. Al final no le dije nada, pero sentía que estábamos entrando en el adagio del cuarteto, en una precaria plenitud de pocas horas que sin embargo era una certidumbre, un signo que no olvidaríamos. Cuántos cuernos de caza esperaban todavía, cuántos de nosotros dejaríamos los huesos como Roque, como Tinti, como el Peruano. Pero bastaba mirar la copa del árbol para sentir que la voluntad ordenaba otra vez su caos, le imponía el dibujo del adagio que alguna vez ingresaría en el alegro final, accedería a una realidad digna de ese nombre. Y mientras Luis me iba poniendo al tanto de las noticias internacionales y de lo que pasaba en la capital y en las provincias, yo veía cómo las hojas y las ramas se plegaban poco a poco a mi deseo, eran mi melodía, la melodía de Luis que seguía hablando ajeno a mi fantaseo, y después vi inscribirse una estrella en el centro del dibujo, y reía una estrella pequeña y muy azul, y aunque no sé nada de astronomía y no hubiera podido decir si era una estrella o un planeta, en cambio me sentí seguro de que no era Marte ni Mercurio, brillaba demasiado en el centro del adagio, demasiado en el centro de las palabras de Luis como para que alguien pudiera confundirla con Marte o con Mercurio.

[1] Rifle militar (1903) que necesita una operación manual para ser cargado después de cada disparo.

[2] De los reinos establecidos por los generales de Alejandro Magno, llamados ‘diádocos’ (en griego, diadochos, ‘sucesor’), los más importantes eran los de Siria y Egipto. En el 290 a.C., las ciudades-estado de Grecia Central se unieron en la Liga Etolia, una poderosa confederación militar que había sido inicialmente organizada bajo el reinado de Filipo II por las ciudades de Etolia para su mutua protección. Una segunda organización de similares características, la Liga Aquea, se convirtió en el 280 a.C. en la confederación suprema de las ciudades al norte del Peloponeso. Sendas alianzas estaban destinadas a proteger al resto de los estados griegos del dominio del reino de Macedonia. La Liga Aquea se hizo mucho más poderosa que su rival e intentó conseguir el control de toda Grecia. Encabezada por el general y político Arato de Sición, inició un conflicto con Esparta que no se había aliado con ninguna de las dos. La Liga fue inicialmente vencida, pero, contradiciendo su primera intención, pidió ayuda militar a Macedonia; la Liga consiguió vencer entonces a Esparta, pero a costa de caer bajo el dominio de Macedonia.
[3] Guía experto.


[4] Representación iconográfica de Cristo. Desde el centro de la cúpula, el pantocrátor, o enorme busto de Cristo barbado que gobierna el mundo, mira hacia el Universo creado. De esta forma la iglesia se convierte en un símbolo del cosmos, y todo el interior con su jerarquía de imágenes sagradas se transforma en un inmenso icono tridimensional.



JULIO CORTÁZAR, Reunión, Pasajes. Los relatos, 3, Alianza Editorial, Madrid, 1976, pp. 57-71.

TODO OCURRIÓ PARA QUE TÚ NACIERAS, Miguel D'Ors


TODO OCURRIÓ PARA QUE TÚ NACIERAS


Para tu sola vida cuántas vidas
hicieron falta... Piensa las alcobas, las fiestas,
las guerras, las ciudades,
todo lo que es tu ayer secretamente,
la confabulación milenaria que hizo
que tú fueras.
Tu padre —Teruel, Brunete, el Ebro...—
leyendo en la trinchera
hexámetros desbaratados por el fuego
de mortero, tu abuelo por las arduas
alturas de Cerdedo o Pedamúa
con un morral convulso de perdices,
tu bisabuelo en una atardecida
melodiosa de Cuba, mirando el mar Caribe
pero viendo la dolça Catalunya,
«Ferro Velho» posando para un daguerrotipo
con leontina y sombrero y paraguas y puro,
y los Peix, los Vidal, los Estévez, los Orge,
los Pérez, los Rovira..., todos, con sus oficios,
sus barbas, sus mujeres
y sus males, desvaneciéndose en el tiempo,
en la fosa común del olvido... Y avanza,
adéntrate en la niebla de los siglos,
suponte un peregrino
adivinando Astorga allá en la madrugada,
imagínate un moro que, herido, ve alejarse
la fiera polvareda de su hueste,
mira un hombre que extiende en una roca
la fétida pelleja de una loba,
mira los centuriones rutilantes
en torno a la fogata, y Aníbal y Cartago,
y la mujer sangrienta que jadea
pariendo en un brazado de helechos, y el hirsuto
pintor de renos y uros que cambia por seis hachas
medianas una hembra... y todo lo que tuvo
que suceder para que tú nacieras
desde que aquellas Manos amasaron
el limo primigenio. Modelado
también para que de él esta mañana
brotara este poema.




MIGUEL D’ORS, Punto y aparte, La Veleta, Granada, 1992, pp. 47-48.

lunes, 26 de mayo de 2008

NO SE CULPE A NADIE, Julio Cortázar

No se culpe a nadie


El frío complica siempre las cosas, en verano se está tan cerca del mundo, tan piel contra piel, pero ahora a las seis y media su mujer lo espera
en una tienda para elegir un regalo de casamiento, ya es tarde y se da cuenta de que hace fresco, hay que ponerse el pulóver azul, cualquier cosa que vaya bien con el traje gris, el otoño es un ponerse y sacarse pulóveres, irse encerrando, alejando. Sin ganas silba un tango mientras se aparta de la ventana abierta, busca el pulóver en el armario y empieza a ponérselo delante del espejo. No es fácil, a lo mejor por culpa de la camisa que se adhiere a la lana del pulóver, pero le cuesta hacer pasar el brazo, poco a poco va avanzando la mano hasta que al fin asoma un dedo fuera del puño de lana azul, pero a la luz del atardecer el dedo tiene un aire como de arrugado y metido para adentro, con una uña negra terminada en punta. De un tirón se arranca la manga del pulóver y se mira la mano como si no fuese suya, pero ahora que está fuera del pulóver se ve que es su mano de siempre y él la deja caer al extremo del brazo flojo y se le ocurre que lo mejor será meter el otro brazo en la otra manga a ver si así resulta más sencillo. Parecería que no lo es porque apenas la lana del pulóver se ha pegado otra vez a la tela de la camisa, la falta de costumbre de empezar por la otra manga dificulta todavía más la operación, y aunque se ha puesto a silbar de nuevo para distraerse siente que la mano avanza apenas y que sin alguna maniobra complementaria no conseguirá hacerla llegar nunca a la salida. Mejor todo al mismo tiempo, agachar la cabeza para calzarla a la altura del cuello del pulóver a la vez que mete el brazo libre en la otra manga enderezándola y tirando simultáneamente con los dos brazos y el cuello. En la repentina penumbra azul que lo envuelve parece absurdo seguir silbando, empieza a sentir como un calor en la cara aunque parte de la cabeza ya debería estar afuera, pero la frente y toda la cara siguen cubiertas y las manos andan apenas por la mitad de las mangas. por más que tira nada sale afuera y ahora se le ocurre pensar que a lo mejor se ha equivocado en esa especie de cólera irónica con que reanudó la tarea, y que ha hecho la tonteria de meter la cabeza en una de las mangas y una mano en el cuello del pulóver. Si fuese así su mano tendria que salir fácilmente pero aunque tira con todas sus fuerzas no logra hacer avanzar ninguna de las dos manos aunque en cambio parecería que la cabeza está a punto de abrirse paso porque la lana azul le aprieta ahora con una fuerza casi irritante la nariz y la boca, lo sofoca más de lo que hubiera podido imaginarse, obligándolo a respirar profundamente mientras la lana se va humedeciendo contra la boca, probablemente desteñirá y le manchará la cara de azul. Por suerte en ese mismo momento su mano derecha asoma al aire al frío de afuera, por lo menos ya hay una afuera aunque la otra siga apresada en la manga, quizá era cierto que su mano derecha estaba metida en el cuello del pulóver por eso lo que él creía el cuello le está apretando de esa manera la cara sofocándolo cada vez más, y en cambio la mano ha podido salir fácilmente. De todos modos y para estar seguro lo único que puede hacer es seguir abriéndose paso respirando a fondo y dejando escapar el aire poco a poco, aunque sea absurdo porque nada le impide respirar perfectamente salvo que el aire que traga está mezclado con pelusas de lana del cuello o de la manga del pulóver, y además hay el gusto del pulóver, ese gusto azul de la lana que le debe estar manchando la cara ahora que la humedad del aliento se mezcla cada vez más con la lana, y aunque no puede verlo porque si abre los ojos las pestañas tropiezan dolorosamente con la lana, está seguro de que el azul le va envolviendo la boca mojada, los agujeros de la nariz, le gana las mejillas, y todo eso lo va llenando de ansiedad y quisiera terminar de ponerse de una vez el pulóver sin contar que debe ser tarde y su mujer estará impacientándose en la puerta de la tienda. Se dice que lo más sensato es concentrar la atención en su mano derecha, porque esa mano por fuera del pulóver está en contacto con el aire frío de la habitación es como un anuncio de que ya falta poco y además puede ayudarlo, ir subiendo por la espalda hasta aferrar el borde inferior del pulóver con ese movimiento clásico que ayuda a ponerse cualquier pulóver tirando enérgicamente hacia abajo. Lo malo es que aunque la mano palpa la espalda buscando el borde de lana, parecería que el pulóver ha quedado completamente arrollado cerca del cuello y lo único que encuentra la mano es la camisa cada vez más arrugada y hasta salida en parte del pantalón, y de poco sirve traer la mano y querer tirar de la delantera del pulóver porque sobre el pecho no se siente más que la camisa, el pulóver debe haber pasado apenas por los hombros y estará ahi arrollado y tenso como si él tuviera los hombros demasiado anchos para ese pulóver lo que en definitiva prueba que realmente se ha equivocado y ha metido una mano en el cuello y la otra en una manga, con lo cual la distancia que va del cuello a una de las mangas es exactamente la mitad de la que va de una manga a otra, y eso explica que él tenga la cabeza un poco ladeada a la izquierda, del lado donde la mano sigue prisionera en la manga, si es la manga, y que en cambio su mano derecha que ya está afuera se mueva con toda libertad en el aire aunque no consiga hacer bajar el pulóver que sigue como arrollado en lo alto de su cuerpo. Irónicamente se le ocurre que si hubiera una silla cerca podría descansar y respirar mejor hasta ponerse del todo el pulóver, pero ha perdido la orientación después de haber girado tantas veces con esa especie de gimnasia eufórica que inicia siempre la colocación de una prenda de ropa y que tiene algo de paso de baile disimulado, que nadie puede reprochar porque responde a una finalidad utilitaria y no a culpables tendencias coreográficas. En el fondo la verdadera solución sería sacarse el pulóver puesto que no ha podido ponérselo, y comprobar la entrada correcta de cada mano en las mangas y de la cabeza en el cuello, pero la mano derecha desordenadamente sigue yendo y viniendo como si ya fuera ridiculo renunciar a esa altura de las cosas, y en algún momento hasta obedece y sube a la altura de la cabeza y tira hacia arriba sin que él comprenda a tiempo que el pulóver se le ha pegado en la cara con esa gomosidad húmeda del aliento mezclado con el azul de la lana, y cuando la mano tira hacia arriba es un dolor como si le desgarraran las orejas y quisieran arrancarle las pestañas. Entonces más despacio, entonces hay que utilizar la mano metida en la manga izquierda, si es la manga y no el cuello, y para eso con la mano derecha ayudar a la mano izquierda para que pueda avanzar por la manga o retroceder y zafarse, aunque es casi imposible coordinar los movimientos de las dos manos, como si la mano izqulerda fuese una rata metida en una jaula y desde afuera otra rata quisiera ayudarla a escaparse, a menos que en vez de ayudarla la esté mordiendo porque de golpe le duele la mano prisionera y a la vez la otra mano se hinca con todas sus fuerzas en eso que debe ser su mano y que le duele, le duele a tal punto que renuncia a quitarse el pulóver, prefiere intentar un último esfuerzo para sacar la cabeza fuera del cuello y la rata izquierda fuera de la jaula y lo intenta luchando con todo el cuerpo, echándose hacia adelante y hacia atrás, girando en medio de la habitación, si es que está en el medio porque ahora alcanza a pensar que la ventana ha quedado abierta y que es peligroso seguir girando a ciegas, prefiere detenerse aunque su mano derecha siga yendo y viniendo sin ocuparse del pulóver, sunque su mano izquierda le duela cads vez más como si tuviera los dedos mordidos o quemados, y sin embargo esa mano le obedece, contrayendo poco a poco los dedos lacerados alcanza a aferrar a través de la manga el borde del pulóver arrollado en el hombro, tira hacia abajo casi sin fuerza, le duele demasiado y haría falta que la mano derecha ayudara en vez de trepar o bajar inútilmente por las piernas en vez de pellizcarle el muslo como lo está haciendo, arañándolo y pellizcándolo a través de la ropa sin que pueda impedírselo porque toda su voluntad acaba en la mano izquierda, quizá ha caído de rodillas y se siente como colgado de la mano izquierda que tira una vez más del pulóver y de golpe es el frío en las cejas y en la frente, en los ojos, absurdamente no quiere abrir los ojos pero sabe que ha salido fuera, esa materia fria, esa delicia es el aire libre, y no quiere abrir los ojos y espera un segundo, dos segundos, se deja vivir en un tiempo frío y diferente, el tiempo de fuera del pulóver, está de rodillas y es hermoso estar así hasta que poco a poco agradecidamente entreabre los ojos libres de la baba azul de la lana de adentro, entreabre los ojos y ve las cinco uñas negras suspendidas apuntando a sus ojos, vibrando en el aire antes de saltar contra sus ojos, y tiene el tiempo de bajar los párpados y echarse atrás cubriéndose con la mano izquierda que es su mano, que es todo lo que le queda para que lo defienda desde dentro de la manga, para que tire hacia arriba el cuello del pulóver y la baba azul le envuelva otra vez la cara mientras se endereza para huir a otra parte, para llegar por fin a alguna parte sin mano y sin pulóver, donde solamente haya un aire fragoroso que lo envuelva y lo acompañe y lo acaricie y doce pisos.


Julio Cortázar, Final de juego, 1956.

domingo, 25 de mayo de 2008

SOBRE CRÓNICA DE UNA MUERTE ANUNCIADA, Ángel Rama


LA CAZA LITERARIA ES UNA ALTANERA FATALIDAD


1. Anécdota real y ficción literaria.

Crónica, y no novela, prefirió el autor para el título. Aunque siempre ha defendido, aun tratán­dose de sus más fantasiosas invenciones, la estricta realidad de los sucesos que cuentan sus libros, nunca como ahora en esta última obra ha sido tan explícito e insistente. Se trata de una crónica y es consciente de las dos definiciones que del término da el Diccionario, las cuales se combinan elusiva­mente en su libro: “Historia en que se observa el orden de los tiempos” y “Artículo periodístico sobre temas de actualidad”. Hará historia, aunque no conservará el orden de los tiempos y actuará como el periodista que recaba información aunque su tema no sea de actualidad, dado que desentierra un episodio ocurrido 27 años atrás en un pequeño pueblecito de la costa colombiana.
Esta petición de principios ha sido acompañada por la sociedad colombiana que rodeó la aparición del libro de la máxima expectativa: la nunca vista tirada inicial (un millón de ejemplares), la lectura casi pública por todos los sectores sociales, la reconstrucción periodística de los sucesos que sir­ven de base a la novela. Magazín al día, la nueva revista colombiana, comisionó a dos perspicaces periodistas, Julio Roca y Camilo Calderón, para que hicieran, paralelamente al libro, la crónica del trágico episodio ocurrido el 22 de enero de 1951 en el municipio de Sucre donde “el joven sucreño Cayetano Gentile Chimento, de 22 años, estudian­te de tercero de medicina en la Universidad Javeria­na de Bogotá y heredero de la mayor fortuna del pueblo, cayó abatido a machetazos, víctima inocen­te de un confuso lance de honor y sin saber a ciencia cierta por qué moría”.[1]
La crónica de los jóvenes periodistas colombia­nos construye el doble fantasmal de la crónica que escribió García Márquez: también ellos fueron al pueblo de los hechos, también ellos interrogaron a los testigos, también ellos reconstruyeron los sucesos, y luego cotejaron su información con la manejada por el autor en la novela, establecien­do identidades y semejanzas pero, sobre todo, di­ferencias. Pues éstas no sólo delimitan el terri­torio de ambas pesquisas, sino que además fijan la frontera entre la crónica periodística y la lite­ratura.
Escribiendo su Crónica, García Márquez pudo haber repetido la frase de Federico García Lorca justificando la que veía como una mutación de su estilo al redactar La casa de Benarda Alba a partir de un episodio de la vida pueblerina andaluza: “Realidad, realidad, ni una gota de poesía”. Tal como pasó en este ejemplo, los lectores de García Márquez no dejaran de percibir en su obra al Autor, que francamente asume, como en ninguna otra producción anterior, el papel de “Deus ex machi­na”. No meramente en esos artilugios del estilo que, como los similares de Borges, han pasado a ser la marca de fábrica que se pone en el orillo de la tela y que por su repetición han dejado de maravillar como lo hicieran inicialmente (la moneda de oro que se tragó a los cuatro años Santiago Nasar y es descubierta durante la autopsia; la raya que traza en la tierra el dedo del Bayardo San Román borracho atravesando el pueblo entero, etc.) sino sobre todo en esa sutil distancia respecto a la realidad que también los periodistas dicen haber reconstruido. Los lectores que cotejen ambas crónicas convendrán que la obra de García Márquez no ofrece la desnuda, aséptica, objetiva enunciación de hechos ocurridos en la realidad, en un pueblo real con seres reales, sino esa otra cosa que es la literatura, ese tejido de palabras y de estratégicas ordenaciones de la narración para transmitir un determinado signifi­cado, que sean cuales fueren sus fuentes, no es otra cosa que una invención del escritor. En el mejor de los casos, una lectura de la realidad; en el más común, una interpretación; en el más afinado, una invención a la manera de la realidad, que vale tanto como decir, un artificio. Un juego de palabras que nos fascina y engaña con sus pases de prestidigitación, sabiendo bien que no es magia, que no es realidad, pero que lo parece tal cual, porque es de la estofa de nuestros sueños, de nuestros deseos y nuestras culpas.
La investigación de los periodistas se sumará a las habituales, múltiples, declaraciones del Autor; a sus respuestas a los previsibles, numerosos, repor­tajes; a sus artículos de autoanálisis, componiendo lo que en retórica llamamos los paralipómena, ese cumulo de materiales anexos que, a partir de los Cien años de soledad, han venido acompañando sus obras, rodeándolas, invadiéndolas, anegándolas en la interpretación. Es un bosque de palabras que bajo su confesado propósito explicativo, acarrea el subrepticio afán de todo bosque: esconder con azoro la “rama dorada” que abra el camino hacia el reino subterráneo. Digamos: demarcar el camino para después confundirlo; caer hacia la confesión y rehusarse repentinamente; proclamar la verdad sobre algo trivial; golpear la puerta del infierno para afirmar que allí no hay nada, nadie. Las vías maestras de estos vínculos sutiles llevan los pesados nombres de las diosas de la tropología clásica: Metáfora, Metonimia, Sinécdoque. Como las Parcas­, también ellas tejen: construyen el destino literario.
Con estas páginas yo también compongo mi crónica a la manera de una investigación, salvo que no pretendo predicar sobre la realidad del mundo, sino sobre esa otra deleitosa y trágica de la literatura, trazando un sendero en el bosque de las palabras.


2.A la búsqueda de la tragedia griega.


Crónica, sí, pero no de un crimen, ni de la inmolación del inocente, ni siquiera de la reparación del honor, sino de una muerte anunciada. Bien diferente, por lo tanto, de lo consignado en las crónicas de los periodistas. En éstas encontramos una historia trivial que no por anacrónica, era y sigue siendo menos común en muchas sociedades pueblerinas, en América Latina, como en la propia Europa, la cual se agota en el mismo acontecimien­to cuyas acciones se encadenan rígidamente me­diante articulaciones causales. La sucreña Margari­ta Chica (Angela Vicario) casa con el joven Miguel Reyes Palencia (Bayardo San Román) quien la devuelve esa misma noche a sus familiares porque “la muchacha no tenía sus prendas completas”, lo que ella atribuye a su anterior novio, Cayetano Gentile (Santiago Nasar), quien era amigo de su fugaz marido y que ni siquiera apareció por la fiesta de boda; los hermanos de la deshonrada, Víctor Manuel (Pablo) y José Joaquín (Pedro), que no eran gemelos, persiguen y matan a machetazos al culpable; los esposos se divorciarán, Miguel Reyes volverá a casar y tendrá larga descendencia, en tanto Margarita esconderá su vergüenza en otro pueblo de la costa colombiana sin volver a ver a su ex-marido.
El cotejo de este suceso trivial y, por qué no decirlo, trágico-cómico, con la mera línea de accio­nes de la novela de G. G. M., demuestra que la realidad ni siquiera sabe imitar al arte, disolviendo toda pretensión de que estuviéramos ante un ejem­plo latinoamericano de non fiction novel como las de Truman Capote, Norman Mailer o Docto­row. Este subgénero narrativo moderno se distin­gue del tradicional uso de fuentes reales por su estricta sujeción al acontecer de un hecho público y escandaloso, al que procura enriquecer mediante una investigación igualmente documentada de las motivaciones de ese hecho y de las personalidades de sus principales actores. De otro modo construye García Márquez: desde los Cien anos viene contan­do, no la realidad lógica del mundo, sino otra tan legítima como ella, la realidad de la imaginación de los pueblos. Tanto vale decir, su coruscante soñar sobre el mundo, sabiendo, como Jorge Guillen, que “los sueños buscan el mayor peligro”.
Algo queda, no obstante, de esa maraña tartajosa que compone los acontecimientos del mundo, co­mo la semilla que permite que se despliegue el árbol, pero aun ella es un erizamiento de la imaginación, más que la demasía del crimen, ya que implica la transgresión de las no escritas leyes de lo huma­no. Lo que queda es la manera de matar, esa atroz carnicería con que se cumple la venganza, la cual ha fijado la historia trivial en el imaginario de todos sus testigos, incluido el autor. Ella lo obliga a hacer de los victimarios criadores y sacrificadores de cerdos y a transformar los machetes en “los útiles del sacrificio”; a anunciar desde la segunda pagina que Santiago Nasar “fue destazado como un cerdo una hora después” de salir de su casa; a desplazar esa escena, del lugar cronológico que le hubiera cabido en el primer capítulo para llevarla al final de la novela culminándola con su operativo espanto, tal como en el Edipo rey que le sirve de secreta guía; a preanunciarla mediante una escena que es cronológicamente posterior pero que él traslada a su penúltimo capítulo, donde se cuenta la autopsia torpe del cuerpo de Nasar con la terminología científica que ya Onetti había usado en “La cara de la desgracia”, aunque exacerbándola con toques de grotesco.
La venganza mediante muerte no hubiera alcan­zado esa dimensión si no estuviera acompañada del exceso, situando al episodio en el patetismo de la tragedia. Eso que los griegos designaron como el pecado de hybris, por lo cual predicaban el “de nada demasiado”. El desbordamiento de la crueldad saca a la luz el fondo bárbaro, sobre el cual, contra el cual, edifican los hombres lo que llaman civilización y es con trazos oníricos, como en una incom­portable pesadilla, que el crimen es contado, o co­mo en un impersonal sacrificio ritual del que sus sacerdotes son solo incontaminados instrumentos de oscuras potencias que los rigen. No es un crimen lo que elabora García Márquez en la apoteosis de su relato, sino un sacrificio pagano, bárbaro, ritual.
No hubiera alcanzado esa dimensión grandilo­cuente si no estuviera acompañado de la inocencia de la víctima. Para conquistar la tensión máxima del horror, Santiago Nasar debe ser inocente: a pesar de la multiplicidad de testimonios divergentes y contradictorios que maneja la novela sobre cual­quiera de los datos, aun los nimios (si llovía o no la mañana del asesinato), insistentemente acumula pruebas de que Nasar era inocente; los testigos coinciden parejamente en su desvinculación públi­ca de Ángela Vicario; los amigos íntimos declaran no haber recibido ninguna confidencia; su conduc­ta en la boda, durante la noche en que va a cantar bajo las ventanas de los desposados, durante la frustrada visita del obispo, corroboran lo que el juez sumariamente terminará por asentar en sus folios: “Para él, como para los amigos más cercanos de Santiago Nasar, el propio comportamiento de éste en las últimas horas fue una prueba terminante de su inocencia”. Es lo que comprueba Nahir Miguel al informarle que los gemelos le buscan para matar­le: “Desde el primer momento comprendí que no tenía la menor idea de lo que le estaba diciendo”. Es también lo que nos dice nuestro servicial narrador: “Mi impresión personal es que murió sin entender su muerte”.
Todavía es poco. Para completar la atmósfera trágica y la cualidad sacrificial, el inocente debe ser entregado por su madre al verdugo: Plácida Line­ro “corrió hacia la puerta y la cerró de un golpe” en el instante en que enhebrándose por ella su hijo se hubiera salvado. Más aún: el pueblo es convocado, como coro trágico. Su presencia va creciendo a lo largo del relato, como arborescencias en torno a los personajes centrales. En el último capítulo es enumerado con plurales nombres hasta que cobra una existencia multitudinaria que pueda agruparse bajo un nombre genérico. Inicialmente es: “La gente que regresaba del puerto, alertada por los gritos, empezó a tomar posiciones en la plaza para presenciar el crimen. Pero pronto estos espectadores actúan: “La gente se había situado en la plaza como en los días de desfiles. Todos lo vieron salir y todos comprendieron que ya sabía que lo iban a matar”. Por último entonan el planto, que es, sin embargo, el de los culpables: “No oyeron los gritos del pueblo entero espantado de su propio crimen”.
Si el sacrificio bárbaro convoca al inocente, también exige otro dispositivo de la tragedia: la fatalidad, que habrá de definirse como “invisible” y cuyo avance pausado y firme se constituirá en el centro que anima la construcción literaria, la unifica y le confiere sentido. A esto alude el título de la novela y es aquí donde la inconexa trivialidad del episodio real resulta trasmutada: es la alquimia del verbo, que a la dispersión del acontecimiento opone una estructura de significación donde todo es reunido coherentemente. La invisibilidad y la impalpabilidad de la fatalidad enlazan con la dema­sía bárbara del sacrificio; son vasos comunicantes, como acostumbraron a ver los clásicos, salvo que se han despersonalizado, no responden a órdenes divinas y ni siquiera -en apariencia- los conducen secretas leyes. Nadie ve actuar a la fatalidad: en la apertura de la novela, ni Plácida Linero, “intérprete segura de los sueños ajenos”, ni Luisa Santiaga, que “parecía tener hilos de comunicación secreta con la otra gente del pueblo” detectan su presencia. Sin embargo actúa y crece, robusta y soberana, desde las primeras palabras, y va invadiendo a todo el pueblo, al que pone a su servicio aun contra su voluntad. Las debilidades, distracciones, caprichos de los habitantes, pero también sus buenos deseos, sus decididos propósitos de evitarla, sus acciones para eludirla, son subvertidos por la potencia fatal que los pone a trabajar para conseguir mejor su finalidad. Es tan segura y definitiva como la muerte, porque es la Muerte misma y hasta puede permitir­se postergaciones y laberínticos desvíos, tranquilamente confiada en su triunfo final. Es esta progresión la que cuenta la novela y es la naturaleza inconsciente de la fatalidad la que pondera, aun apelando a argumentos inconvincentes como la generalizada e ingénita bondad de la inmensa mayoría de los actores o el más persuasivo esfuerzo de los criminales publicitando su anunciado crimen para que les sea impedida la consumación.
Todas las criaturas y también todas las circuns­tancias fortuitas sirven al designio de la fatalidad. Ella transcurre fuera de las conciencias y también fuera de cualquier mandato divino. Es una fuerza ciega e incontenible y sin embargo parece tener una lógica o al menos trabajar sobre una compensatoria economía de la vida y la muerte. Es lo que piensa nuestro puntual narrador desde la cama de María Alejandrina: “Pensaba en la ferocidad del destino de Santiago Nasar, que le había cobrado 20 años de dicha no solo con la muerte, sino además con el descuartizamiento del cuerpo y con su dispersión y exterminio”.
Fatalidad, inocencia, sacrificio bárbaro, forman el trípode que sostenía la tragedia griega y, de igual modo, el tremolante folletín del siglo XIX. Su persistencia en las literaturas vulgares (cantares de ciego, pliegos de cordel) y en las bastardeadas expresiones que las prolongan en la industria cultural contemporánea (radionovela o telenovela) dice a las claras la desamparada cosmovisión popular que lo engendra. Estos lugares comunes siguen conservando su modelo prístino en la tragedia griega, la cual vive potencialmente en todas las comunidades rurales del mundo. En la misma época en que se produjeron los sucesos trágicos de Sucre, García Márquez escribía La hojarasca que lleva un epígrafe extraído de la Antígona de Sófo­cles. Ya entonces dice haber pensado escribir la historia de esos sucesos y en las conversaciones que sobre ese tema habría sostenido con sus amigos de Barranquilla, según habrá de contar treinta años después en un artículo destinado a apoyar el lanza­miento de su novela, es de los trágicos griegos que se trata. Al parecer, Alfonso Fuenmayor, el joven director de El Heraldo, le habría dicho: “Poco importa que la historia haya sido inventada. Sófo­cles las inventaba del mismo modo y mira si eso le ha resultado''[2].
Sin embargo, el componente que habrá de deci­dirlo a escribir la historia ya no pertenecerá a ese repertorio augusto, sino que procederá francamen­te del folletín romántico: la pasión amorosa. Con­viene, pues, que tomemos esa otra vía para revisar la novela.


3. Halcón que se atreve con garza guerrera, peligros espera.


En su artículo García Márquez abunda sobre los treinta años de elaboración subterránea de su obra. Hoy día es de buen ver la larga maceración, anuncio que recibe agradecido el lector, y también, desde Asturias, la prehistoria oral de las obras escritas. Pero más importante es una invención que García Márquez atribuye a su amigo el novelista Álvaro Cepeda Samudio, quien le habría comunicado que, después de 27 años, Bayardo San Román habría regresado con Ángela Vicario. El dato es falso, como lo demuestra el periodista Julio Roca al entrevistar al Miguel Reyes (Bayardo San Roman) transformado en próspero hombre de negocios de Barranquilla con familia establecida y doce hijos,[3] por lo cual el reencuentro pertenece a las acomoda­ciones literarias introducidas por García Márquez en el episodio real, las cuales vuelve a novelar en su artículo atribuyéndolas a sus viejos amigos barran­quilleros.
Según dice, la noticia le aclaró, repentinamente, el sentido oscuro que el episodio aún guardaba para él: “Debido a mi afecto por la víctima, siempre pensé que era la historia de un crimen atroz, cuando en realidad debía ser la historia secreta de un terrible amor”.
Las simetrías opositivas del folletín romántico ingresan por esta vía a la novela, generando series coordinadas de acciones y, sobre todo, constru­yendo personajes-tipos sobre los que descansara una elusiva relación amorosa. Si el primer capítulo de la novela toma como guía a Santiago Nasar para recorrer esa hora inocente que va de su despertar a las 5.30 de la mañana hasta su muerte a las 6.30, el segundo se concentra en la pareja Bayardo San Román-Ángela Vicario desde el anterior mes de agosto en que él llegó al pueblo hasta las 2 de la mañana en que devuelve a su mujer, la noche de la boda. Toda esta secuencia es la que ampara el curioso epígrafe del libro, tomado de un poema de Gil Vicente: “La caza de amor es de altanería”, trasladando la imagen de la caza “que se hace con halcones y otras aves de rapiña de alto vuelo” al combate amoroso de seres altivos y soberbios, quienes no se dan cuartel para vencerse.
De ahí procede el trazado de Bayardo San Ro­man, el forastero arrollador, dominante, seguro y altanero, el hombre que tiene todo y puede todo, ante quien nadie se resiste, lo que ilustran dos subsecuencias iniciales: el progresivo rendimiento de la desconfiada madre del narrador ante la fascinación sin fisuras del forastero y el sometimiento del viudo Xius que concluye vendiéndole la mejor casa del pueblo en la que seguía rindiendo culto desconsolado a su esposa muerta. Esa misma imposición la ejerce respecto a Angela Vicario: no busca seducirla sino someterla, para lo cual cuenta con la ayuda de su misma familia pobretona, interesada en emparentar con hombre rico y de buena presencia. Sólo Angela Vicario se resiste, en lo que debe verse como indirecto indicio de su temple. Años después se lo dice a nuestro interesado narrador: “Ella me confesó que había logrado impresionarla, pero por razones contrarias del amor. “Yo detestaba a los hombres altaneros y nunca había visto uno con tantas ínfulas” me dijo, evocando aquel día”.
Esta pista conduce a reinterpretar las acciones de Ángela Vicario la noche de bodas. Su desdén por los consejos de las amigas que le proponen engañar al marido derramando mercurio cromo en las sábanas para fingir una virginidad perdida, no se debería simplemente a miedo o incapacidad, sino a una voluntad de enfrentamiento que detectaría asimis­mo un enamoramiento no querido. La reacción de Bayardo, a quien se le hace sufrir la mayor humillación imaginable para hombre de su temperamento y carácter, sería lo que Stendhal llamaba la “cristalización” del proceso subterráneo de enamoramien­to: “Bayardo San Roman estaba en su vida para siempre desde que la llevó de regreso a su casa. Fue un golpe de gracia”. Se trataría, entonces, de un duelo amoroso de seres igualmente altaneros, capa­ces por lo tanto de herirse a fondo en las lides que los acercan.
Para sostener esta interpretación es necesario inferir un carácter de Ángela Vicario que el narra­dor que nos trasmite toda la información está lejos de evidenciar, al menos en todas las acciones que llevan hasta la boda. Al contrario, los datos que proporciona parecerían confirmar el dictamen de Santiago Nasar sobre ella: “Ya está de colgar en un alambre tu prima la boba”. Pero los actos posterio­res a la boda muestran otro personaje: son las dos mil cartas que a razón de “una carta semanal durante media vida” escribe a Bayardo San Roman, hasta conseguir que éste vuelva a ella cuando ambos pisan la cincuentena. Este tesón sobrehumano se da como consecuencia de un repentino cambio, dentro de los habituales mecanismos narrativos de García Márquez que remedan los recursos folletinescos, y hace de ella, repentinamente, una “garza guerre­ra”. ¿Flagrante contradicción entre los dos perio­dos del personaje, transmutación misteriosa y brusca del carácter o información insuficiente o deformada sobre su edad juvenil y los sucesos anteriores a la boda? Las tres explicaciones parecen igualmente validas y todas tres pueden calzar en el régimen de puntos de vista que maneja la novela.
Sin embargo, no es a Ángela Vicario a quien se aplica la definición “garza guerrera”, sino a otra mujer de la novela: a la María Alejandrina Cervan­tes en quien revive la Nigromante de los Cien años de soledad, esa mujer que dirige el burdel del pueblo y quien, según el narrador, “arrasó con la virginidad de mi generación”. Tal denominación nunca se predica de Ángela Vicario sino que esta desplazada a quien se presenta como un personaje secundario de la acción. Pero es motivada por un episodio, también secundario, en que interviene Santiago Nasar. Éste se enamora férvidamente de María Alejandrina y el narrador le advierte con un verso de Gil Vicente: “Halcón que se atreve con garza guerrera, peligros espera: Pero el no me oyó, aturdido por los silbos quiméricos de María Alejan­drina Cervantes. Ella fue su pasión desquiciada, su maestra de lágrimas a los 15 años, hasta que Ibrahim Nasar se lo quitó de la cama a correazos y lo encerró más de un año”. Todavía agrega esta información: “Desde entonces siguieron vinculados por un afec­to serio, pero sin el desorden del amor, y ella le tenía tanto respeto que no volvió a acostarse con nadie si el estaba presente”.
No es sin embargo un episodio sin repercusión, dado que en el participa quien ha de ser víctima, aparentemente inocente, de la relación principal de ambos altaneros, según la directa acusación que formula Angela Vicario: “Lo buscó en las tinieblas, lo encontró a primera vista entre los tantos y tantos nombres confundibles de este mundo y del otro, y lo dejó clavado en la pared con su dardo certero, como a una mariposa sin albedrío cuya sentencia estaba escrita desde siempre. -Santiago Nasar- ­dijo.” Podría pensarse que Santiago Nasar es dos veces víctima de las garzas guerreras, aunque debe recordarse que el narrador lo define como “dema­siado altivo”, con lo cual pasa a integrar la fauna combatiente de halcones y aves de rapiña que cazan por lo más alto del cielo.
En la misma página en que se cuenta la antigua relación de María Alejandrina y Santiago Nasar, inmediatamente después se cuenta otra de María Alejandrina, aunque está estrictamente secreta: “En aquellas ultimas vacaciones nos despachaba temprano con el pretexto inverosímil de que estaba cansada, pero dejaba la puerta sin tranca y una luz encendida en el corredor para que yo volviera a entrar en secreto”. No es la relación en sí, entre ­María Alejandrina y el narrador, lo que puede sorprender, sino su secreto, máxime cuando es uno de los escasos datos que el narrador da sobre sí mismo y cuando ocurre dentro de ese grupo de inseparables cuatro amigos (Santiago Nasar, Cristo Bedoya, el Narrador y su hermano Luis Enrique) que al parecer compartían todas las informaciones: “He tenido que repetir esto muchas veces, pues los cuatro habíamos crecido juntos en la escuela y lue­go en la misma pandilla de vacaciones, y nadie podía creer que tuviéramos un secreto sin compar­tir, y menos un secreto tan grande”.
Contrariamente a tal parecer del pueblo, hay este secreto que los cuatro no comparten: la relación de María Alejandrina y el Narrador. Obviamente el hecho abre la puerta a todas las incertidumbres informativas, ya de suyo alimentadas por las múltiples contradicciones entre los testigos de la acción que pone en evidencia el Narrador. Santiago Nasar, o cualquier otro del grupo, pudo haber sido el causante de la deshonra de Ángela Vicario, a pesar de los rotundos “nadie” que preceden las informa­ciones sobre Ángela y Santiago: “Nadie hubiera pensado, ni lo dijo nadie, que Ángela Vicario no fuera virgen”. “Nadie los vio nunca juntos y mu­cho menos solos”. En este nuevo manglar, no de la realidad sino de la literatura, donde comienzan a oscilar todos los datos respecto a la tragedia, hay una sola cosa segura: que el Narrador, ya hablando en su nombre, ya en el de otros personajes que le han pasado noticias, asegura categóricamente que no hubo ninguna relación entre Santiago Nasar y Angela Vicario. Es lo único cierto que puede decirse, junto a la comprobación de que las relacio­nes amorosas de las aves altaneras están trianguladas­ sobre el modelo principal Bayardo-Angélica-¿Santiago?, el cual reencontramos en el triángulo secreto de Narrador-María Alejandrina-Santiago Nasar. Los triángulos son diacrónicos, dado que aquí solo pueden componerse si se suman sucesivas parejas, pues hay eliminación de uno de los halco­nes anteriores, para dar nacimiento a una nueva pareja: la eventual relación Santiago-Angélica, da paso a la oficial Bayardo-Angélica, como la anterior relación Santiago-María Alejandrina, da paso a la nueva y secreta Narrador-María Alejandrina.
El manglar informativo es la directa consecuen­cia del régimen de puntos de vista utilizado en la novela, en notoria discordancia con los sistemas apersonales utilizados preferentemente por García Márquez o la conjunción de monólogos que practi­có en La hojarasca. Convendría recorrer esa otra pista.


4. El narrador que no osa decir su nombre.


Toda la historia está contada por un narrador de primera persona (yo) quien nunca da su nombre, a pesar de que en la obra todos los personajes son identificados individualmente con nombres y ape­llidos, salvo el juez sumariante. No por eso hay la menor dificultad en identificarlo: se llama Gabriel García Márquez, vistos los abundantes datos que proporciona sobre su madre, Luisa Santiaga des­cendiente del coronel Márquez, su hermana Mar­got, su hermana monja, su hermano Luis Enrique, la niña Mercedes Barcha a la cual se declara y será catorce años después su esposa. No está eludida su presencia y sus lazos familiares o amistosos (es íntimo amigo de Santiago Nasar y buen compañero de Bayardo San Roman, es primo de Ángela Vica­rio) sino simplemente el nombre, aunque aquí la vinculación de Narrador y Autor es tan estrecha que bien puede oficiar de reconocimiento el nom­bre puesto en la tapa del libro encima del título de la novela, a pesar de que no sea mencionado dentro del relato.
Ese Narrador está presentado como un personaje secundario y no como un protagonista: cuenta lo que le ocurre a sus más cercanos familiares y ami­gos, actos de los cuales ha sido testigo y colabora­dor, salvo del capital: la inmolación de Santiago Nasar. Sin embargo la obra no es la evocación de sus recuerdos personales, sino que es ofrecida como una investigación cumplida en por lo menos dos fechas bien alejadas de los sucesos, mediante entre­vistas con sus participantes, principales o secunda­rios, mediante el cotejo de sus diversas informacio­nes, mediante añadidos posteriores y desde luego, mediante su propio conocimiento del lugar, los personajes, y los hechos. Esta investigación narrati­va es idéntica a una investigación periodística o a una investigación policial. Es llevada con rigor y precisión, como lo testimonia el múltiple uso de recursos de la novela policial. Aunque es bien conocido el manejo estricto del código tempo­ral que caracteriza toda la literatura de García Márquez, es aquí donde alcanza una precisión de relojería como en las novelas de detectives por lo cual también el Narrador es asimilado a un periodista y a un detective, puestos todos a la búsqueda de una verdad elusiva porque se anega en la memoria y en las subjetividades de­formantes .
Desde el comienzo de la novela se anuncia el propósito: “Cuando volví a este pueblo olvidado tratando de recomponer con tantas astillas disper­sas el espejo roto de la memoria”. En el último capítulo se agrega una precisión. No se trata sim­plemente de “ordenar las numerosas casualidades encadenadas que habían hecho posible el absurdo”, que son esas “tantas casualidades prohibidas a la literatura para que se cumpliera sin tropiezos una muerte tan anunciada” que dice en otro lado el Narrador, certificando que el encadenamiento de los hechos no esta en ninguna voluntad sino en la franca acción de la fatalidad. Se trata más bien de “saber con exactitud cuál era el sitio y la misión que le había asignado la “fatalidad” a cada uno de los participes, incluyendo al propio Narrador. Esta precisión confiere un significado a la búsqueda; de algún modo la traslada al plano de la conciencia moral que, sin embargo, parece esfumarse en una novela donde hasta la madre, Placida Linero, que ha cerrado la puerta en el instante en que su hijo hubiera podido salvarse, “se liberó a tiempo de la culpa”. La atribución a la fatalidad, a esa moira externa que a través del azar rige las vidas humanas, parece disolver la conciencia moral. Y sin embargo, se perciben regímenes compensatorios en que las culpas, por distraídas que hayan sido, se pagan con sufrimientos y trabajos: la lista está al comienzo del capítulo quinto e incluye a Hortensia Baute, Flora Miguel, Aura Villeros, Rogelio de la Flor y has­ta Placida Linero que sucumbe a la perniciosa costumbre de masticar semillas de cardamina.
Curiosa investigación policiaca: reconstruye parsimoniosamente los hechos, que son de todos conocidos y ya figuraban en el sumario del juez, y concluye en el mismo punto ciego a que este había llegado: “Lo que más le había alarmado al final de su diligencia excesiva, fue no haber encontrado un solo indicio, ni siquiera el menos verosímil, de que Santiago Nasar hubiera sido en realidad el causante del agravio”. Del mismo modo, el Narrador, después de certificar esa inocencia, concluye con el testimonio de Angela Vicario, quien contaba todos los pormenores “ salvo es secreto que nunca se había de aclarar: quién fue y cómo y cuándo, el verdadero causante de su perjuicio”. Los periodistas que rehicieron la crónica en Sucre, coinciden en los mismos términos: “Queda pendiente un misterio, que la novela no resuelve y que obliga a que los habitantes de Sucre continúen preguntándose, co­mo los lectores del libro: ¿Quién fue?, ¿quién perjudicó a Margarita?”
Es ese un nombre que nunca se pronuncia en la novela. Podría ser cualquiera, ya hemos anotado, pero en todo caso ninguno de los nombrados en la novela, porque todos resultan liberados de sospe­chas a través de las plurales informaciones recogi­das por el Narrador y su sosias el juez sumariante. Forzoso es convenir que ese halcón que se ha alzado con la virginidad de Ángela Vicario es el más astuto de todos, pues ha obrado en sigiloso secreto y nunca se ha dado a conocer. Es una oquedad del relato a la cual interrogan sin cesar actores y espec­tadores del drama: “La versión más corriente, tal vez por ser la más perversa, era que Ángela Vicario estaba protegiendo a alguien a quien de veras amaba, y había escogido el nombre de Santiago Nasar porque nunca pensó que sus hermanos se atreverían contra él”. Por su parte Angela Vicario, contra toda evidencia, continúa afirmando impertérrita que el causante fue Santiago Nasar, si nos atenemos a lo que nos cuenta el Narrador reseñando su entrevista. En el sumario utiliza una enigmática formula: “Cuando el juez instructor le pregun­to con su estilo lateral si sabía quién era el difunto Santiago Nasar, ella le contestó impasible: “Fue mi autor”. Así consta en el sumario, pero sin ninguna otra precisión de modo ni de lugar”. También esta información nos llega a través del Narrador y no ignoramos, de Henry James a Juan Carlos Onetti, las sutiles distorsiones, las subjetivaciones y los escamoteos de información de que pueden ser capaces los narradores personales y como esta pantalla aparentemente transparente y neutral que finge la primera persona narrativa, es pasible de ser movida por las pasiones, los intereses, los miedos, las codicias. Sobre todo si nos preguntamos “cuál era el sitio y la misión que le había asignado la fatalidad” al Narrador, repitiendo por lo tanto la pregunta que él hace en la novela pero volviéndola sobre él.
En una entrevista concedida a Manuel Pereira por el tiempo en que escribía la Crónica de una muerte anunciada (Bohemia, La Habana, 1979) García Márquez contesta una repentina pregunta acerca de su visión de la novela policiaca, diciendo: “La novela policiaca genial es el Edipo rey de Sófocles, porque es el investigador quien descubre que es él mismo el asesino, eso no se ha vuelto a ver más. Después de Edipo, El misterio de Edwyn Drood, de Charles Dickens, porque Dickens murió antes de acabarla y nunca se ha sabido quién era el asesino. Lo único fastidioso de la novela policiaca es que no te deja ningún misterio. Es una literatura hecha para revelar y destruir el misterio”.[4] Es la iluminación racionalizadora y lógica de la policial la que es rechazada, pero no su capacidad de ir tejiendo el ovillo misterioso que rodea, sin tocarlo, al culpable. De tal modo que el culpable quede anunciado también pero no revelado ni desnudado por una luz excesivamente cruda. Efectivamente como dice en su respuesta, el modelo magistral seria el Edipo rey sofocleano, en que su protagonista busca empecinadamente al asesino sin saber que es él, contemplado por quienes muy pronto descu­bren esa verdad terrible y se concentran, expectan­tes, sobre el instante en que Edipo concluya descu­briéndola. Pero no es una técnica que no haya vuelto a repetirse, desde ángulos más tramposos y menos inocentes. Ya Roland Barthes llamó la atención sobre las celadas de que fue autora Agatha Christie en Las cinco y veinticinco describiendo un personaje desde dentro a pesar de que ya era el criminal, pero escamoteando esta información.[5]
La novela de García Márquez conserva el miste­rio, no confiesa al culpable de la deshonra de Ángela Vicario, pero al abogar por la inocencia de los demás y al eludir toda pregunta sobre sí mismo, construye la enigmática nube negra a la que apun­tan las sospechas. Es una historia de jóvenes halco­nes enzarzados en diestras cacerías amorosas, y, como su relación con María Alejandrina lo prueba, el Narrador es capaz de astucias y discreciones máximas con las cuales sortear la siempre alerta curiosidad del pequeño mundo pueblerino donde todo se sabe y se comenta. El hecho de que es el quien maneja toda la información, sobre la cual por lo tanto puede ejercer las mismas virtudes de astucia y discreción, obliga a una generalizada desconfian­za sobre su objetividad, o, al menos, al reconoci­miento que siendo un Narrador de primera persona dispone de la cuota subjetivante que explícitamente él percibe en los testimonios de los demás. Es a través suyo que sabemos que Victoria Guzmán, la cocinera, mintió “porque en el fondo de su alma quería que lo mataran” o que el padre Amador, simplemente se olvidó de avisar, por lo cual al producirse el crimen se sintió tan desesperado que ordenó que las campanas tocaran a fuego, o que Indalecio Pardo no se atrevió a decirle la verdad a Santiago Nasar cuando pasó a su lado. Numerosas debilidades, torpezas del comportamiento, intere­sadas subjetividades, de muchos de los personajes, nos son comunicadas puntualmente por el Narra­dor, lo que autoriza un margen de desconfianza sobre actos y palabras. Podrían o no corresponder a la verdad. En cambio hay muy pocas referencias de este tipo acerca del Narrador. El discute la información de los otros pero obviamente no dis­cute la suya, pues ésta es la tarea de quien está por encima de él, es decir, del Lector ante quien expone su investigación autorizándolo implícitamente a que haga la suya.
Uno de los procedimientos de ese Narrador es, como vimos, el desplazamiento metonímico de la información: la denominación de “garza guerrera” ­se aplica a María Alejandrina, pero en la medida en que la obra cuenta una altanera caza de amor, se aplica a Ángela Vicario. Del mismo modo el lector puede preguntarse, cuando el juez sumariante es­cribe con tinta roja en los márgenes de su investigación, refiriéndose a la entrada de Nasar a casa de Flora Miguel por nadie de los presentes registrada, “La fatalidad nos hace invisibles”, si esa invisibili­dad que es regida por la terrible moira no es más estrictamente la del Narrador que no sólo está minuciosamente liberado de cualquier sospecha, sino que además es tan invisible dentro de la acción como para que nadie lo llame por su nombre. O puede preguntarse si no es posible leer sobre un nivel metalingüístico la respuesta de Ángela Vicario acerca de quién fue el culpable de su deshonra: “Fue mi autor”.
No hay, sin embargo, develación de culpable. La novela juega dos tendencias enfrentadas: por una parte acrecienta la expectativa, por la otra rehusa contestarla, conservando el misterio. A falta de otro eventual destinatario de las sospechas, éstas no pueden sino concentrarse sobre esa invisibilidad que es el Narrador innominado. No es otro que el propio Gabriel García Márquez. Si, como el Narra­dor informa, los diversos personajes se interrogan sobre el sitio y la misión que les asignó la fatalidad, ¿el lector no podrá interrogarse a su vez sobre cuál es el sitio y la misión que le fue deparada al Narrador? La novela propone, por boca del Narra­dor, una pareja culpabilidad e inocencia de todos, según el modelo estatuido por la tragedia griega. Todos contribuyen, sin quererlo, al avance de la fatalidad y a la consumación del sacrificio del inocente, al punto de que, llegados a la escena final, el pueblo entero contempla su propio crimen, aun­que todos puedan decir que no lo han buscado y ni siquiera lo han aceptado. No es distinta la situación del Narrador, aunque si es quien mejor es justifica­do durante los sucesos trágicos. Él es el único que no se enteró de los rumores que corrían por el pueblo, pues estaba en la cama de María Alejandri­na donde nadie podría ir a buscarlo dado el secreto de sus relaciones, y él llega a la escena cuando ya se ha perpetrado el sacrificio y Santiago Nasar agoni­za. Nada supo, nada pudo hacer, al menos en ese lapso. ¿Sería el único sobre el cual no hubiera operado la fatalidad? ¿O ésta usó de él con anterio­ridad, haciendo que fuera el responsable de la pérdida de la virginidad de su prima, Ángela Vica­rio? ¿Sería éste el sitio y ésta la misión que le cupo en el agenciamiento de la tragedia?
Si Angela Vicario designó a Santiago Nasar como culpable, convencida de que sus hermanos no se atreverían contra él y de ese modo protegiendo a quien de veras amaba (al menos hasta ese momen­to), es comprensible que una vez producida la catástrofe haya preferido no extenderla designando a otro causante. Este sentimiento de lo irreparable es el mismo que justificaría el silencio del Narrador. Todas las confesiones de Ángela Vicario nos son transmitidas directamente por el Narrador, no consignándose ningún otro receptor de sus pala­bras, y el otro actor principal, Bayardo San Roman, se niega a hablar con el (“me recibió con una cierta agresividad y se negó a aportar el dato más ínfimo que permitiera clarificar un poco su participación en el drama”). Si los silencios posteriores al drama pueden estar justificados, en cambio podría caber, en ese juego de compensaciones de la conciencia moral que se produce en los diversos participes culpables-inocentes, una obligación: la de escribir toda la historia, para realzar, de ella, lo que había tenido de altanera caza de amor; más aun, la de sólo poder escribir la historia cuando a consecuencia del tardío reencuentro (cierto o imaginado) de Ángela y Bayardo, el crimen atroz se hubiera trasmutado en terrible amor.


5.- Del arte poético como fatalidad.


Como el misterio se conserva intacto, como esta policial no concluye, según las reglas del genero, con el descubrimiento del responsable, (y aun la responsabilidad misma se diluye al máximo pues a todos cabe una cuota casi igual), sólo nos queda un vagaroso universo de sospechas. Éstas cumplen una función literaria mayor: gracias a ellas pode­mos hacer una segunda lectura de la novela, alejada del rapsódico encantamiento de la historia aparen­cial, alejada de su romántico juego de amor y muer­te, alejada de su cosmovisión trágica (fatalidad, inocencia, sacrificio), alejada de su alisado populis­mo, pero en cambio cercana a un mundo moderno ardiente y cruel, a la desatada fuerza del deseo, sobre todo cercana a la sapiencia de su escritura.
Este último es el componente que perturba la pasiva aceptación del encantamiento convencional con que la novela aspira a fascinar a sus lectores. La elaboración literaria es de sutil complejidad y refi­namiento, a pesar de los toques que allí y acá prolongan esa marca-de-fábrica que ha fijado el estilo del autor en sus millones de lectores. Es una elaboración cuya modernidad resulta alejada del universo pueblerino simple y nítido, de la historia de amor y muerte que para muchos remedera las “bodas de sangre” lorquianas, incluso de la cosmovisión que la alimenta y que se diría popular e invariable. Todos estos elementos aparenciales, los más visibles por cierto, se conjugan en la ya sabida visión popular -jocunda, brillante, intrépida- del autor. Pero algo nuevo se le ha sumado que no pertenece al orbe de los ingredientes sino a su elaboración: la precisión y destreza del diseño narrativo, el riguroso “acabado” literario, la complejidad de la construcción que sabiamente se es­conde tras la difícil sencillez, la cautelosa acidez subyacente que se contrapone al irisamiento seduc­tor de las superficies.
A esa transmutación atribuimos la aparición del narrador personal, quien está sumido dentro de la novela y al mismo tiempo está fuera de ella mane­jando coordenadas implícitas menos afines. Susti­tuye a los variados narradores apersonales que en las obras anteriores del autor certificaban el aconte­cer del mundo, decretando que aun las mayores inverosimilitudes aparenciales eran certidumbres objetivas, porque si no estaban en los hechos del mundo estaban en la imaginación de quienes los vivían de ese modo. Ahora, el narrador personal introducido atestigua un margen de incertidumbre. No veo que pueda equipararse a la ambigüedad individual que sabiamente ha manejado Juan Car­los Onetti, poniendo sucesivas veladuras persona­les sobre la realidad para que solo a través de ellas podamos verla. Parece ser una versión moderniza­da de una tradición que han cultivado Juan Rulfo y João Guimarães Rosa: los narradores orales que reinterpretan el universo. El Narrador de la Crónica de una muerte anunciada podría hacer suya la reflexión del Narrador de Gran sertão: veredas: “Sertón es esto, el señor sabe: todo incierto, todo cierto”.
El lugar que ha hecho el éxito artístico y popular de la literatura de García Márquez es un cruce de dos coordenadas dispares: la que impulsa una modernización narrativa abasteciéndose en el gran repertorio de la vanguardia del siglo XX (tal como lo reclamó tesoneramente en sus juveniles “jirafas” de El Heraldo de los años cincuenta) y la que conduce la tradición cultural interna de su tierra con sus sabores, sus juegos, sus grandes lugares comunes que, en la medida en que responden a una rica cosmovisión popular, arrastran una sabiduría milenaria y son capaces de revivir en cualquier lugar del planeta. Ese cruce de coordenadas se refleja en cada una de sus obras y se traduce en los compo­nentes temáticos o los tratamientos literarios. Si en este último ejemplo que es la Crónica de una muerte anunciada no produce el espectacular deslum­bramiento que originó Cien años de soledad, es porque viene tras una serie magnificente y, además, porque maneja una disociación sutil de las dos lanzaderas con que García Márquez ha tejido su espléndida tela.
Se lo puede apreciar con nitidez en el campo temático. La dualidad fiesta/tragedia que sostiene toda la historia tiene una nítida procedencia romántica, donde el baile de máscaras esconde y disuelve la responsabilidad de la puñalada vengativa, pero al encarnar en un lugar americano y en un universo casi familiar de entretejidas relaciones, se trasmuta en un tópico no solo de la literatura de García Márquez sino aun de esa vasta área del trópico en que juegan mancomunados el esplendor de la vida y la corrupción orgánica. La dicotomía amor/ muerte se traslada a dos intensidades complementa­rias y enemigas: el coruscante despliegue de vitali­dad a través de una desbordada fiesta concurre a la carnicería de un asesinato pesadillesco, a la autopsia repulsiva, a los olores descompuestos. Estos ambi­guos lazos ya estaban en El otoño del patriarca, pero también en las narraciones poemáticas de Jorge Zalamea.
Se lo puede apreciar también en la contraposición sutil del orbe temático y el de la construcción narrativa. Ya en La hojarasca se había definido una que llamaría obsesión del escritor con el tiempo, proponiendo la máxima concentración del acaecer temporal (la media hora puntual que dura la espera junto al cadáver del medico para obtener la autorización de que se lo inhume) y la máxima desperdigación de las vidas en el tiempo pasado y en la múltiple sensorialidad de las historias superpuestas. Y ya en El coronel no tiene quien le escriba se había intentado la reducción paralela estricta del tiempo del acaecer y el tiempo de las vidas y las sensaciones, para que pudieran caber en una misma medida pautada. Es una interacción constante de fuerzas centrífugas y centrípetas que configuran la tensión de la escritura, el equilibrio del discurso y la historia que se procura armonizar haciendo que ambos descansen sobre un patrón de medición temporal. En la Crónica de una muerte anunciada son unas pocas horas que van del fin de la fiesta de bodas al sacrificio y a la autopsia, pero es al mismo tiempo una expansión que se remite a la infancia de los protagonistas y a la incipiente vejez y, más dificul­tosamente aun, es una superposición de acciones paralelas, tantas como personas narrativas se cru­zan en el pueblo. El principio de concentración alcanza aquí su punto mayor, que es el de la brevedad del relato, las pocas páginas de una escri­tura rigurosa como el mecanismo de un impecable reloj; pero también alcanzan su punto máximo las proyecciones de pasado y futuro y el paralelismo de las plurales acciones. Los cinco capítulos de la novela rotan sobre concentración/expansión, y, a la vez, sobre superposición/desplazamiento. Al pri­mer capítulo que cubre la “hora señalada” entre 5 y 30 y 6 y 30, sigue a Santiago Nasar y estratégicamente lo pierde para cerrar con el anuncio de su muerte, se suma un segundo capitulo por desplaza­miento, que se centra en Bayardo y Ángela, los sigue desde el agosto anterior, se concentra en la fiesta y los abandona a las 2 de la mañana cuando el nombre fatídico de Santiago Nasar es pronunciado, y un tercer capítulo que vuelve a reconstruir las horas, ahora entre las tres y las 6.30 de la mañana, en torno a los gemelos Pablo y Pedro Vicario, abriéndose progresivamente a la coparticipación del pue­blo todo entre cuyo abigarramiento vuelven a per­derse estratégicamente los gemelos para cerrar otra vez con la anunciada muerte de Santiago Nasar. El cuarto se abre con el simulacro de muerte que es la autopsia, desplazándose y expandiéndose sobre los destinos futuros, los de los gemelos y los de Bayardo y Ángela hasta su reencuentro 27 años después, en tanto que el quinto retorna obsesiva­mente, ahora a través de la meditación inquisitiva, y, luego, a través del operático despliegue, a la “hora señalada”, a la que por fin, luego de tantas postergaciones y de tantos anuncios sucesivos des­de la apertura de la novela, se le autoriza la exposición del instante culminante, el sacrificio de Santia­go Nasar, quien vuelve a morir, definitivamente, en la última línea de la novela, luego de haber muerto tantas veces antes y de haber sido despedazado en una autopsia que ha sido anterior a su misma inmolación carnicera. En la realidad, se nos dice que la muerte ha sido anunciada; del mismo modo, en la novela ha sido sin cesar anunciada y sin cesar postergada, trasladando el suspenso del desenlace al suspenso de la realización, tanto vale decir, a los mecanismos con los cuales la fatalidad constru­ye la trampa mortal, tanto vale decir, a los meca­nismos con que el escritor construye su trampa literaria.
Por otra vía llegamos así a una equiparación: la fatalidad, que es el motor que articula acciones y criaturas, aprovechando tangencialmente lo que de todas ellas sirve a su propósito fatal, el cual va trazando como un impecable laberinto por encima de la voluntad expresa de quienes forzadamente no son otra cosa que coyunturas de su construcción, esa fatalidad es el Narrador. Él la origina, él la consuma. Por eso es indispensable su presencia, objetivada dentro del relato, con la misma cualidad de sombra subyacente que en el juega la Fatalidad, con su misma invisibilidad. Si no de la realidad, es si la fatalidad del relato y, como ella, usa como divisa un verso de Balbuena: “El reloj de la libre fantasía”, combinando de este modo la absoluta libertad (el absoluto poderío) con la precisión de lo que debe estar sujeto a leyes rigurosas (la escritura literaria) suficientemente persuasivas para ser aceptadas por los lectores.
Es una hazaña de la literatura, una hazaña escon­dida, pues prefiere retirarse a la sombra, al misterio, para que nos seduzca su juego malabarista, al que nos entregamos. Todos sabemos que el prestidigi­tador no es un mago, pero tampoco desearíamos saber cómo hace sus trucos, porque es la limpieza, sencillez y elegancia de sus pases, lo que nos fascina. Para resguardar el halo mágico podemos ascender las operaciones del psiquismo a diosas menores, y hacer de las analogías y condensaciones de la Metáfora, de los desplazamientos y marginaciones de la Metonimia, de las absorciones de los conjun­tos en los componentes significativos menores de la Sinécdoque, poderes superiores. Pero aun así deberíamos sentarlas a la mesa para que compartieran los naipes y el juego con un cuarto poder, que combate con ellas y contra ellas, el Autor. La sapiencia con que este lo hace da prueba de su madurez artística.


[1] “García Márquez lo vio morir” por Julio Roca y Camilo Calderón, en: Magazín al día, Bogotá , Nº 1, 28 de abril de 1981, pp. 52-60, 108-109.
[2] Utilizo el dossier que consagró a la traducción francesa de la novela el Magazine Littéraire, París, noviembre de 1981. Nº 178. Bajo El título “Le récit du recit” se publica el análisis del autor sobre su propia novela.
[3] “Sí. La devolví la noche de bodas" por Julio Roca, en: Magazín al día, Bogotá, N.° 3, 12 de mayo de 1981, pp. 24-27.
[4] En el citado número de Magazine Littéraire, pp. 20-25 ("Dix mille ans de littérature").
[5] "Introducción al análisis estructural del relato', en Análisis estructural del relato, Buenos Aires, Tiempo Contemporáneo, 1970, p. 35.




Ángel Rama, La caza literaria es una altanera fatalidad, Crónica de una muerte anunciada, Círculo de Lectores, Barcelona, 1983, pp. 7-46